Terracita de la cafetería. Media mañana. Un calor de no te menees que te quemas. Del cielo caía una canícula luminiscente que abrasaba a todo hijo de vecino que asomara las narices a la calle. Uno de esos días que me pude permitir el «lujo» de costearme una cervecita bien fría. En ocasiones, sentirse agasajado por los tentáculos mágicos del placentero sosiego del refrigerio milenario de una cerveza trae a la mesa el picoteo del placer de vivir. Aquello siempre llevaba el insistente efecto secundario de mi abstinencia, que arañaba en lo más profundo y excitaba el deseo infame de fumarme un cigarrillo. «Es lo único que resta para que este momento sea perfecto», me susurraba el jirón desprendido en mi conciencia. Apareció ella, casi parecía deslizarse desde calle Cárcer hasta sentarse tres mesas más allá, a mi derecha; la cadencia rítmica de sus pies se detuvo como colofón a una conclusa y exitosa sinfonía. Era una chica de aspecto caucásico, de acentuado aire nórdico y melena de pel...
Blog personal de Daniel Moscugat. Cultura en general. Literatura en particular. Expansión creativa.