El negacionismo institucional, esta sarta de memeces sin fronteras que es capaz de liderar una causa similar a la quema de libros del tercer Reich, llegó incluso a los dominios de premios Nobel: «Lo importante en una democracia no es la libertad, sino votar bien». Huelga decir tanto con tan pocas palabras. «En España de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa». Machado no concretaba, solo auguraba lo que somos y seremos siempre, «porque si cada español hablase de lo que sabe, se produciría un silencio que bien podríamos aprovechar para el estudio»...
Desde hace poco más de una década, me canso de ver y escuchar cómo se lanzan sombras de sospecha sobre todo lo que tenga que tenga que ver con elecciones, con consensos, con decisiones o simplemente con fallos de jurado. Un ejercicio pseudointelectual con cimientos de humo que se propaga por la red de redes, esas mismas de la que Umberto Eco vaticinara otorgarle más poder al tonto del pueblo que a un premio nobel (aunque visto lo visto, hasta es difícil encontrar la diferencia). Igual hasta hay razones de peso para pensar en ello, pero ¿no sería mejor hacer análisis y debate al respecto y, en última instancia, hacer autocrítica?
Nos aplastan pandemias, y expertos virólogos brotan como champiñones desde las catacumbas más sombrías proponiendo todo tipo de conjuros y diagnosticando hipnosis colectiva y millones de nanobots que nos van a inocular (si Ray Bradbury levantase la cabeza...). Vienen elecciones, y millones de analistas y politólogos salen de todos rincones insospechados como chinches defendiendo su opción como hooligans zelotes. Nos jugamos algo importante en un partido de fútbol, y brota como el propio césped por todo terrizo fértil kilómetros de alfombra verde en forma de expertos técnicos del balompié que lo más cerca que han visto un campo de fútbol es el mando a distancia con el que cambian de canal desde el sofá, y la cerveza en la otra.
Ya ven lo que pasa también (lo mismo de todos los años) cuando hay que elegir a alguien para que nos represente en Eurovisión, ese festival que a nadie le importa un carajo hasta el día D. ¿Que llevamos candidatos que salen de otro concurso?: tongo; ¿llevamos cómicos elegidos por el público que interpretan un papel parodiando a un músico reguetonero?: cacicada; ¿si llevamos candidatos elegidos por la cadena de televisión pública?: pucherazo; ¿y si elegimos a la representante por resultar ganadora en un festival de música? lo convertimos en cuestión de estado... literalmente. Hasta partidos políticos presuntamente democráticos bajando al barro de las fake news y los tongos para rebozarse con el espíritu de Trump a voz en grito. Todos ellos, en resumidas cuentas, expertos musicólogos incapaces de diferenciar en un pentagrama una clave de sol de una fa.
Hace unos días, una concejala de «Cultura» de Linares (la enésima edil que se postula a emular a La Libertad guiando al pueblo de Delacroix) suspende una obra teatral, «Lisístrata»; un clásico antibelicista de marcado carácter feminista y ciertamente gamberro y mal hablado escrito por Aristófanes. Se programó, al parecer, con motivo del Día Internacional de las Mujeres, y la concejala de «Cultura» la suspende por «su contenido y lenguaje» apenas iniciada la obra, que no llevaba ni cinco minutos de función. Se ve que no eligieron bien la obra, que el tal Aristófanes se trataba de un peligroso social comunista filoterrorista, a tenor de las declaraciones posteriores de la muy culta y respetable concejala de «Cultura».
La tentación de la cancelación es un orbe sin igual para aquellos que no atienden a su ideario o ideología, aunque la obra haya sido escrita hace más de dos mil años y en un contexto que nada tiene que ver con la actualidad, aunque siga estando vigente, como casi todo lo que escribieron los padres de la democracia. «Si lo llego a saber antes, no se interpreta la obra», llegó a decir. Habría que echarle un rapapolvo a Aristófanes por haber escrito un texto teatral tan irreverente con su ideario político, ¡qué desfachatez!, ¡qué insolencia!
A día de hoy, cualquier cosa que esté contra un modo de pensar y sentir es falso o es tongo. Ya lo decía el ínclito y esquizofrénico Felipe González cuando otrora era un pensador respetable y un no menos respetable expresidente: «En España tenemos 45 millones de partidos políticos y de opiniones respetablemente distintas».
Todo queremos que sea democrático y, sobre todo, que sea a gusto de todos, especialmente de los que ostenten el bastón de mando; y que sea por votación popular, que nos lleven a las urnas hasta para decidir si se puede o no defecar después de la medianoche para así no molestar al vecino. Nadie se conformará nunca con los resultados, sea de lo que fuere... Es lo que siempre suele esgrimir el perdedor, que reclama el premio como suyo vistiéndose con las mismas palabras: tongo, fake, robo, etc. Sea como fuere, hay que revertir el voto porque no gusta.
El paradigma de esta idiosincrasia, el epítome del significado de los tiempos que vivimos, ya lo expuso a modo de advertencia el premio Nobel aludido cuando declaró su disconformidad sobre votar otra opción política que no fuese la suya: «Lo importante en una democracia no es la libertad, sino votar bien», y el resto era un error, una equivocación, un fake. En resumidas cuentas, nunca antes la palabra libertad ha carecido tanto de significado y con tanta contundencia como en estos tiempos que corren... a excepción de los años treinta del siglo pasado que estamos calcando con tanta impedancia que hasta sorprende a los historiadores más neoliberales. Y si no nos gusta esta libertad, siempre podemos censurarla para moldearla a nuestro gusto. Es lo que debió pensar la concejala de Linares y lo que pensarán las sucesivas concejalas que están por llegar.
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