tan pobre y mísero estaba,
que solo se sustentaba
de unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía,
más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hierbas que él arrojó.
Quejoso de mi fortuna
yo en este mundo vivía,
y cuando entre mí decía:
¿habrá otra persona alguna
de suerte más importuna?
Piadoso me has respondido.
Pues, volviendo a mi sentido,
hallo que las penas mías,
para hacerlas tú alegrías,
las hubieras recogido.*
El sociólogo Henri Tajfel, desarrollando la Teoría de la Identidad Social (les dejo aquí un pequeño extracto para quien no esté al tanto), llegó a la conclusión de que tendemos a compararnos entre nosotros con estatus inferiores, porque nos hace sentirnos mejor y hace tener de nosotros mismos una imagen positiva. Algo así como hacernos un selfie junto a alguien y que el resultado nos halague por la extraordinaria fotogenia con que nos representa. Cuando salimos ganando en la comparación, sentimos inconscientemente que el otro pierde, en nuestro interior dibujamos una estupenda sonrisa y nos alegramos; los demás pierden. Este es el morbo de comportamiento social que, cuanto más individualista es el ser humano en la selva capitalista a la que estamos obligados a convivir, más se encona en las entrañas. Sensaciones que van in crescendo y ocupando un espacio en todos los estratos sociales, económicos y hasta políticos. Y, además, es un sentimiento primitivo, ancestral, que tiene mucho que ver con repudiar lo ajeno y proteger lo que uno siente como propio, eso mismo que ahora algunos tratan de poner de moda: los nuestros, sí; los otros, no.
A estas alturas de la vida, quién no ha presenciado, mientras iba en el coche, a las asistencias sanitarias y la policía o la guardia civil poniendo todo de su parte para restablecer en la medida de lo posible el orden en la carretera tras el impacto de uno, dos o varios vehículos. Todo el mundo ha ralentizado la marcha para ver lo que se pueda ver. Nos produce morbosidad el mal ajeno. La teatralidad de la catástrofe.
Morbo, dice la RAE, que es «enfermedad», «interés malsana por personas o cosas», «atracción hacia acontecimientos desagradables». La sociedad sucumbe cada vez con más descaro e impudicia a las catástrofes, a los desgarros humanitarios, a los conflictos armados.
Desde algo tan simple como unos jóvenes que son capaces de impresionar a sus seguidores con vídeos del síncope de una anciana en plena calle, hasta el espectáculo dantesco de los medios informativos recreándose hasta la saciedad en la desgracia de un pequeño atrapado en un pozo —como hace unos años—, las interminables reproducciones de la guerra en Gaza con cientos de masacres, o con los millares de cadáveres de los que se va nutriendo el mar mediterráneo casi a diario, el goteo morboso que traspasa la linea de la información para el recreo espectacular de la desgracia ajena está a la hora del día: salimos ganando con la comparación y eso nos hace sentir bien.
Los síntomas de que vivimos en una sociedad enferma, morbosa, interesada especialmente por los acontecimientos catastróficos o las desgracias personales son la falta de respeto, la escasez de ética, la ausencia de tolerancia hacia lo ajeno, sobre todo a la privacidad del dolor. La familia aquella del pequeño fallecido en un pozo tendrá que llevar en sus concienciasel dolor de haber sufrido la retransmisión en vivo y en directo de la extracción de un féretro bajo la tierra, o aquel pescaíto que la prensa divulgó casi en directo hasta la detención de su asesina. La comunión de los medios de comunicación para ponernos al día, a la hora de almorzar o de cenar, en relación a la crisis humanitaria preñada de millares de cadáveres gazatíes, es un escarnio que ya no interesa a nadie; que sigue su curso, pero ya ha dejado de ser novedoso, porque esos no son los nuestros y porque la morbosidad de la desgracia ajena, la teatralidad de la catástrofe, radica en la primicia; una vez el conflicto ha llegado a los confines de la tierra, y se vuelve costumbre, deja de interesar, como ya describí en una entrada anterior. Hemos convertido la morbosidad, el dolor ajeno, en un entretenimiento informativo, en un espectáculo dantesco, en la perversidad más absoluta, en la falta de respeto al duelo y al dolor más repugnante. Cuando se traspasa la finísima línea que separa la información de la morbosidad, la costumbre acaba normalizando situaciones que, si la sufriéramos en lo personal, difícilmente pudiéramos soportar la vida. Todo ello denota una falta de madurez y de desarrollo intelectual, sobre todo moral, fuera de toda órbita. Poco importa si un acto es pequeño e inofensivo o grande y universal: «El que es fiel en lo muy poco, es fiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo muy poco, también es injusto en lo mucho». (Lucas 16:10).
Resulta incluso escabroso que perviva la sensación de estar reivindicando derechos y conquistas sociales que parecían haberse establecido y asumido por la sociedad y el estado de derecho. Cuando la moralidad se distancia del pudor, da pie a que se desarrollen hábitos.
Resulta incluso escabroso que perviva la sensación de estar reivindicando derechos y conquistas sociales que parecían haberse establecido y asumido por la sociedad y el estado de derecho. Cuando la moralidad se distancia del pudor, da pie a que se desarrollen hábitos.
Calderón de la Barca, sin ser experto sociólogo, ya describió está situación, lo cité al inicio (que, por otro lado, ya por entonces no era nueva): «¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?». Con esos trazos rondando en la memoria, fíjese usted qué casualidad, algo pareció llamar la atención de todos los que caminábamos por las lindes de mercado de Ararazanas, como si hubieran encontrado oro en ese pequeño detalle que resalta entre la tibia ceniza de lo cotidiano. Vi cómo un par de individuos atendían a una señora mayor en el suelo; al parecer había sufrido un leve vahído. Zurría hasta en lo más recóndito de mis entrañas al ver, prudencialmente cerca, unos adolescentes grabando la situación con sus respectivos teléfonos, incluyendo selfies, a mi parecer, groseros y maleducados. No cabe duda de que a los pocos segundos harían las delicias de sus seguidores y amigos de Instagram, Tik Tok o de donde demonios hayan subido sin duda alguna esos vídeos y fotos.
La respuesta a la pregunta de si «¿Habrá otro más pobre y triste que yo?», el propio Calderón ya había sido el mejor ejemplo de sociólogo, como digo, (y mucho antes el infante don Juan Manuel: «Por pobreza nunca desmayéis, pues otros más pobres que vos veréis»); es de lo más elocuente y resume bien toda vorágine de lo que es la miseria del ser humano: «Y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que iba otro sabio cogiendo / las hierbas que él arrojó».
*(Calderon de la Barca, fragmento de «La vida es sueño»).
© Daniel Moscugat, 2025.
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