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TODO TIENE SU ECO EN LA ETERNIDAD

La vida me llevó a deambular de aquí para allá en la búsqueda incesante de algún eco que la eternidad hubiera reservado para mí. Aquel ejercicio de rastreo me llevó a vivir situaciones inverosímiles que me enseñaron a guardar distancias y verlo todo con cierta perspectiva angular, con afectación en las vidas de los demás, pero nunca supe cuál cambiaría la mía. Hasta que un extraño timbre agitó cada partícula de mi ser para que regresara a mis orígenes. 

Y regresé sin pensarlo un momento. En cierto modo, cabizbajo por dejar las ascuas de mi propósito en el camino y dejar así que la vida fluyese como tal. 

Me acomodé en pleno centro histórico, una rúa que respira gratitud, desprende nostalgia, pero el estado de abandono que sufría le infería un aspecto decrépito, en cierto modo perlado de goticismo. Afortunadamente, entre los comerciantes y vecinos de la zona, con la obligada aportación del consistorio viendo que le comían la tostada, comenzó a recuperar un poco del lustre perdido.

Saliendo del vetusto edificio donde me cobijaba hacia lo más ancho de la desembocadura de la calle, me topaba siempre con un negocio familiar y mundialmente conocido como chino (por más que los orientales se esfuerzan en bautizarlos, nadie los conoce por su nombre). Aún hoy desconozco cómo lo consiguen pero todos sus negocios, a modo de bazar o de zoco multiversal, de todos los tamaños, colores y formas posibles, tienen siempre lo que uno busca; de mala calidad, pero lo tienen, y te sacan siempre de un apuro. A veces, los imaginaba preparando algún tipo de rito de iniciación a la venta. Algo así como una especie de sortilegio ancestral, con sus polvos mágicos y sabiduría medieval, con pomposas fanfarrias de aló tle delisia atómicas y musicalizadas con toda suerte de gongs y un sin fin de misterios imperiales rococós. De repente, toda parafernalia desaparece tras un inconfundible humo grisáceo verdoso, producto de una dramática e inocua quemazón de fósforo. ¡Wroooom! Y aparece la tienda (¡de alimentación!) a donde voy a comprar un rollo de cinta aislante. A continuación oyes cómo la cantinela repetitiva del disco de una muñeca: «Al fondo», acierta a decir un rollizo adolescente sin dejar de mirar su portátil. Y en el fondo del tercer pasillo tengo al alcance de la vista los rollos de cinta aislante. 

En el pasillo me encontré con el obstáculo de un par de jovencitas, apenas púberes, vigiladas de cerca por una especie de shaolin con aspecto de primo lejano de Bruce Lee, pero tamaño Zumosol. Las chiquillas cuchicheaban entre risas tímidas y burbujeantes mientras husmeaban algunos objetos impregnados de brillantina con forma de pulsera o algo parecido, baratijas de poca monta. Justo cuando intento abrirme paso entre ellas, aprovechando las estrecheces del pasillo, la morena de ojos vivaces, mirada pícara y enjuta como un cálamo guardó en un cachete bajo el pantalón un par de esos objetos brillantes, en un pispás: muy limpio, rápido y disimulado, visto y no visto. Tanta viveza cegó al shaolin que ni se enteró. Pero aquellos ojos se me clavaron como estacas en la memoria, implorándome que no dijera nada, súplica muda que ornamentó con el arco de la comisura de sus labios. Salió indemne con su premio… y mi sonrisa cómplice.

Durante días no paré de pensar en que debí haberla reprendido y obligarla de algún modo a que devolviese aquella chuchería, o quizá haberle dado el dinero al shaolín para pagar aquel capricho. Cuando un niño encuentra en la calle pequeños entremeses a modo de lecciones útiles, no los olvida fácilmente. También corre uno el riesgo de ser tachado de chivato, esquirol y lindezas mucho más grotescas que no debiera reproducir ahora; hubiera sido lo más conveniente, aun a riesgo del repudio público posterior. Pero no fue el caso. Mi conciencia me lo recuerda día tras día. Y de ahí la duda que me carcomerá siempre.

Pasó el tiempo, como pasan las horas cuando disfrutamos de tiempo de ocio. Me hallé en la misma embocadura de la calle, seis o siete años después, a un agente de policía colocando los grilletes en las muñecas de una chica morena, enjuta como un cálamo, con unos vaqueros y sudadera ajustados: aquella niña púber preadolescente con seis o siete primaveras más que habían moldeado en su perfil un ser encantador. Me vio y me reconoció del mismo modo como la reconocí a ella. Inclinó su cabeza, sabedora de que la había cagado… y parecía que mucho. Estuve preguntándome durante aquel día qué habría hecho para merecer aquello. Sobre todo, si yo hubiera podido contribuir a evitar aquel momento años atrás, cuando la descubrí sustrayendo lo que no le pertenecía. Si en aquel momento que sonreí al atropello de un robo inocente y pueril hubiera reprendido ese acto, quizá las cosas habrían cambiado...

Caminaba por una calle aledaña a donde vivía hace muy pocas fechas, donde me topé en el camino con un grupo de jóvenes adultos, que reían y compartían sensaciones y bromas con su jerga callejera, casi cacófona e ininteligible para los mortales de cierta edad ya. Me clavó la mirada una joven a la que reconocí al instante. Ensombreció su semblante solo durante unos instantes. Volvió a su sonrisa jovial y afilada. Me había reconocido. La miré y me sonreí porque realmente me alegré de verla, aunque muy desmejorada y todavía más delgada que años atrás. Me lanzó un guiño que no supe cómo interpretar. Un guiño de complicidad tal vez. O quizá el guiño de quien había aprendido y quiso agradecerlo con aquel gesto. El lenguaje de las miradas me resulta en ocasiones tan intrínseco como volátil, pero al mismo tiempo certero y rotundo; me sorprende quien confiesa con celeridad que hay miradas que hablan y se entiende bien lo que dicen; yo no he sabido nunca que significan con exactitud. Es la voz de la conciencia quien me susurraba cada vez que se cruzaba por mi camino aquella chica morena y enjuta como un cálamo, que aquella fue una lección que no cayó en saco roto para ninguno de los dos. La conciencia reproduce siempre los actos aparentemente inocentes, pero que calan en el fondo del alma como una pesada ancla. De ahí que necesitamos aprender de lo que nos lastra si no queremos que nos fije a perpetuidad en lugares de los que no podremos salir jamás por nuestro propio pie. Si hubiera impedido aquel pequeño hurto, como si de un juego de niños se tratase, tal vez la vida de aquella chica habría sido distinta... o tal vez no. Quién lo sabe. Lo único cierto es que nadie imagina cómo me gustaría quemar un buen puñado de fósforo y hacer desaparecer todo aquel episodio tras un inconfundible humo grisáceo verdoso. ¡Wrooom! Y de repente todo queda sumido bajo el influjo de un capítulo imaginario que nunca debió suceder...


© Daniel Moscugat, 2022. Todos los derechos reservados.

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