«Una conducta que se normaliza en un ambiente culturalmente dominante se vuelve invisible». Esta es una reflexión de Michel Foucault que describe bien los porqués regresivos en las sociedades actuales. Da exactamente igual donde se mire, el país a donde queramos dirigir nuestra atención, el tipo de cultura que queramos poner como ejemplo: cuando una conducta se normaliza en un ambiente cultural dominante, deja de ser percibida como algo anómalo. En lugar de ser cuestionada o vista como una desviación, acaba convirtiéndose en la norma, lo que significa que se espera que la gente se adhiera a ella. Con respecto a esto, Foucault señalaba como ejemplo que «el pez nunca descubre que vive en el agua». Esta metáfora ilustra cómo a veces no somos conscientes de las cosas que nos rodean, especialmente cuando son parte integral de nuestra existencia. Al igual que el pez, que vive inmerso en el agua sin percibirla como algo externo, a menudo damos por sentado el entorno en el que vivimos y las condiciones que lo moldean. No obstante, esto debe trascender como eso, una simple metáfora, ya que el pez no tiene visión global de abstracción sobre la realidad que lo contempla como sí posee el ser humano. Aunque como metáfora funciona bien para entender lo que se nos viene encima; mejor dicho: lo que ya tenemos encima.
Que el mundo es un calcetín vuelto del revés nadie se atrevería a ponerlo en duda. El problema es que hemos normalizado caminar con el calcetín de esa guisa: no molesta, es invisible para el resto y se sobrelleva sin esfuerzo. Baste como ejemplo que el pueblo perseguido e inocente por el fascismo nazi, al que se le procuró un genocidio a fuego lento, resulta que perpetra otro genocidio de similares características contra otro pueblo perseguido e inocente, en parte ayudado por el propio país que aupó y repudió el fascismo nazi, con la inestimable colaboración de los reyes de la invasión por antonomasia de ayer y hoy. Lo grave es que los nazis lo hacían a escondidas y el pueblo escogido por Dios lo hace retransmitido en directo por televisión a ojos de todos los mortales.
Dicho esto, aprovecho, pues, para insistir en que el desconocimiento absoluto de los acontecimientos de la Historia reciente, no aprender de los errores, tiene una buena parte importante de culpa en todo esto. La otra buena parte se la lleva toda esa caterva que dice no interesarse por la política (o se despega generalizando que 'todos son iguales'), porque es, precisamente, la parte más peligrosa: los individuos que la componen son los más impresionables, los más permeables y los que mejor asumen todo el conglomerado de bulos y majaderías que circula sin control por Tik Tok, Instagram y demás redes sociales. Personas que viven en un espejismo, la irrealidad idealizada por un discurso continuo tan persistente como falso. Porque la realidad, como siempre suele suceder, supera la ficción.
Desde el fallecimiento de Bergoglio, el mundo parecía que se colaba por el sumidero de la desesperación y el abandono, porque el mundo católico había perdido su referente: ¿quién habrá como él?, ¿continuará el nuevo su legado? Apenas se supo el nombre del flamante canciller cristiano, ya hubo voces denostando su nombramiento y gritando su decepción. Se presuponía que este nuevo líder mundial ejercería su influencia sobre el resto de líderes mundiales para detener el genocidio perpetrado en la franja de Gaza. Ni más lejos de ello. Siquiera se le ha oído una voz más alta que otra, oculto en el parapeto de su residencia papal. En cuanto el ejército de Israel ha destruido el único local eclesiástico de culto que tenia erigido en la zona, es cuando ha alzado la voz para emitir un comunicado. Parece que le ha tocado la fibra sensible, es decir, el negocio (la Iglesia lleva una década en números rojos y no puede permitirse más pérdidas). Celebramos la llegada del papa, el que muchos veían al líder que podría presionar para que finalizase de una vez el genocidio sistemático. Ya conoce cómo va el cuento de la criada, siguen ganando los malos. Atrás quedaron los tiempos en que el líder supremo del cristianismo occidental influía de manera significativa en el mundo. Todo es business.
El nuevo nazismo de Netanyahu no es más que un reflejo de lo que se cuece en el resto del mundo; mejor dicho, las consecuencias de lo que sucedería en el resto del mundo en el caso de claudicar en las urnas a las propuestas del fascismo ultraderechista. Si los alemanes votaron a Hitler; los estadounidenses votaron a Trump, los argentinos a Milei y los rusos a Putin... Es decir, como dije al principio, desconocer la Historia y desinteresarse por la política permite normalizar conductas y crear ambientes culturalmente dominantes, con el consecuente resultado final de volver invisible lo que pudiéramos considerar como reprobable con el conocimiento justo de la propia Historia.
En otro orden de cosas, pero siguiendo el hilo conductor inicial: probablemente sepa quién es Emilio Romero. Si no es así, le cuento en breves pinceladas. Fue uno de los periodistas más significativos y emblemáticos —acaso el que más— del régimen fascista y genocida de Franco. Del propio Emilio es la frase célebre: «La derecha gobierna para 200 familias y eso no da para votos suficientes, por eso, para ganar unas elecciones, la derecha tiene que mentir». Romero sabía perfectamente de lo que hablaba (había trabajado para ellos durante décadas), era periodista y falangista y había ocupado puestos relevantes en la prensa del régimen. Sabía, por tanto, cómo debía operar la derecha y cómo el periodismo trabajaba para sustentarla. En esa coalición de intereses hace falta una prensa que mienta y arrope la mentira. Lo vemos a diario sin necesidad de poner ejemplos: hasta jueces y fiscales aprovechan estos niveles barriobajeros de cloaca profunda en el periodismo para abrir causas donde no hay nada, con tal de perjudicar o sentenciar al rival político y aspirar a hacerse con el poder; lo que yo llamo la política de guerra fría.
La aceptación de la mentira como arma arrojadiza judicial ha alcanzado cotas inimaginables hace apenas una década. Y lo peor de todo es que los que lanzan eslóganes y se parapetan tras pancartas y declaraciones grandilocuentes acaban retratados por su propia mentira: mientras vemos cómo el líder de la oposición hace apología descarada a favor de esas 200 familias, declarando abiertamente que el SMI condena el esfuerzo de las empresas de este país, vemos por otro lado que estas empresas han presentado estos dos últimos años los mejores números fiscales de la historia reciente de España, incluida la banca. Sus intentos por meterle los dedos en los ojos del presidente del Gobierno para dejarlo ciego se vuelven contra sí mismo al explotarle en las mismas narices casos de corrupción de su partido y del milagro económico de Gobierno que ostentaba su propio grupo en décadas pasadas.
Como digo, lo grave de todos estos embrollos nacionales e internacionales no hace más que incrementar la deshazón de la verdadera fuente de poder: el pueblo. La sensación de hastío y de exasperación se hace patente al ver que aquellos a los que votamos nos decepcionan porque no creíamos capaces de que pudieran hacerlo peor que sus predecesores. La cosa se va superando a medida que avanzamos. La corrupción, en realidad, no crea desconfianza hacia la política en sí, sino el deshaucio que produce en la esperanza de aquellos que participan en la fiesta de la democracia; y esto sí que es peligroso. Como escribió en una de sus fantásticas columnas Rosa Montero, creemos que los derechos conseguidos con esfuerzo son como la flecha del tiempo que avanza hacia adelante sin ambages, y no nos damos cuenta de que, si no cuidamos entre todos lo conseguido, si no procuramos apuntalar el estado de bienestar y los derechos sociales adquiridos, corremos el riesgo de perderlos. Dice el refrán que, a río revuelto, ganancia de pescadores. Quienes más tienen que ganar en estas aguas revueltas siempre son los que miran cara al sol y no tienen mejor argumento que embestir contra todo aquello que no coincida con su modo de pensar y sentir.
Si miramos más allá de los casos de corrupción, las salidas de tono del esquizofrénico presidente de los iuesei, de la invasión de Putin en Ucrania, del genocidio sistemático en Gaza retransmitido en directo por televisión, la criminalización del inmigrante por el simple hecho de serlo, el argumento electoral de un candidato a ser presidente esgrimiendo una motosierra al grito de "viva la libertad, carajo" o de la pervrsión del estado de derecho practicando lawfare contra los opoentes políticos con el fin de ocupar el espacio de poder que consideran le corresponden por derecho, vemos cómo la tendencia dominante es normalizar estas conductas o hacerlas aceptables. En útima instancia, esto impide que se cuestione o se vea como problemático cualquier asunto que consideraríamos escandaloso con un cierto manejo de información o de sentido común. Esta normalización está consiguiendo llevarnos a que estas conductas se perpetúen y se consideren una forma natural de interactuar o de ser. Poco a poco, permea en la sociedad y cada vez más vemos que es común que individuos cercanos a nosotros o personalidades públicas que creíamos ecuánimes y sensatos parecen despertar de un letargo y ponen la voz en grito para justificar lo injustificable, cediendo terreno esa permeabilidad social para acabar empapado de irrealidad.
Todo esto me trae a la memoria algo que dijo en una entrevista la escritora de El cuento de la criada, Margaret Atwood: «Como nací en 1939 y mi conciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial, sabía que el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la hora mañana. Los cambios pueden ser rápidos como el rayo. No se podía confiar en la frase: 'Esto aquí no puede pasar'. En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar».
Hannah Arendt profetizó que nuestro siglo acabaría marcado por la existencia masiva de refugiados, gente desposeída de todos sus derechos y obligada a buscarlos lejos de su patria: ya acaparan gran parte de las noticias del mundo. Intentemos hacer lo posible porque esto no nos atrape definitivamente, aunque el panorama es desalentador. Una sociedad mal informada es una sociedad manipulable. Y el único antídoto que temenos para paliar esto es el conocimiento, el saber. Quizá leer a Michel Foucault, en vez de ver tanta televisión o pegar la mirada al teléfono sirva de algo. Lo que ya no sirve ni de consuelo siquiera es que tengamos nuevo papa, visto lo visto.
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