A MODO DE PREÁMBULO
Hace ya algunos años que escribí estas reflexiones sobre la poesía actual de un modo teórico, ético y, por supuesto, (auto)crítico. Aun a riesgo de que me tilden de iluminado, loco, ignorante y calificativos de similar enjundia (especialmente vendrán dados por los acomplejados del ripio con miedo a perder su posición popular y sus acólitos). Y Tal vez es eso mismo lo que ilustrará el porqué de esta larga parrafada que he decidido segmentar en varios episodios para no cansar al personal. El caso es que aquí me hallo, dándole a la tecla mientras ordeno las ideas de esta (auto)crítica, como digo, sin complejo alguno.
Por lo pronto, y para ir un poco al grano, me gustaría prologar todo lo que voy a dejar por escrito aquí, y que valdrá también para las próximas semanas, con un pequeño ejercicio mental que quisiera retuviera en la memoria para ilustrar parte de la conclusión de esta reflexión. Rememoremos por un momento cuando éramos niños (aún algunos seguimos rememorando de mayores), cuando soñábamos impetuosamente en lo efímero de emular a las estrellas de la música o del deporte o incluso la literatura. Pongamos por caso el fútbol: cuando jugábamos a la pelota dábamos patadas al balón imaginando que éramos los Miguel Ángel, Iribar, Van Breukelen, o Arconada en la portería; quizá esos Camacho, Migueli, Beckenbauer, Hierro o Puyol; y cómo no, los preferidos por la mayoría, meter goles como Maradona, Kempes, Van Basten, Cruiff... Sueños que podría, y de hecho puede, extrapolarse a cualquier otro deporte, a cualquier otra profesión, a cualquier otro lugar del mundo, porque pareciese que estuviere hablando exclusivamente para el sector masculino, y ni más lejos de ello: sucede y sigue sucediendo tal cual ahora más que nunca, tal como éramos. ¿Acaso nadie ha visto la emisión de un programa de Karlos Arguiñano, incluso ha puesto en práctica alguna de sus recetas? ¿Quién no ha soñado con aprender a tocar la guitarra y subirse en el escenario a lo Bruce Springsteen? ¿O cantar como cantan las estrellas del tamaño de Madonna o Beyoncé, aunque sea bajo la lluvia de la ducha o en el escenario de un karaoke? Y las pertinentes preguntas retóricas: ¿significa eso que ya somos chef de renombre, ídolos del rock o de la canción ligera, o siquiera que ya nos hemos convertido en cocineros, cantantes o rockeros? Los niños y las niñas, los adultos y las adultas, en mayor o menor medida, sueñan, soñamos, con la emulación efímera de estar en el lugar, en el escenario de todos esos ases y asas, maestros y maestras, números y númeras uno o una en su materia que ejemplifican una forma de vida, y expresar así lo que somos frente a la sociedad. Que practiquemos no nos convierte en aquello que practicamos. El hábito no hace al monje.
Al igual que en lo cotidiano de nuestra vivencia, al igual que en cualquiera de las profesiones, hay estrellas y estrellos; los hay muy buenos, buenos y menos buenos y buenas; malos y muy malos y malas: todo depende siempre del empeño y la constancia que se le ponga al asunto, sumado a un componente importante como catalizador de todo: el talento creativo; o eso que solemos reconocer en este tipo de personas: «tiene ángel», «tiene algo». Todo emprendimiento requiere de fuerza de voluntad, paciencia, constancia, pasión y vocación, pero, sobre todo, requiere esfuerzo y trabajo, además de trabajo y de más trabajo, de estudio y de más estudio para poder seguir trabajando. No obstante, sin un ápice de talento creativo o con escaso acopio del mismo, nada de lo anterior sirve para nada, o tan solo para reproducir todo aquello que conoce y ha aprendido. Muy probablemente, el secreto reside en mirar en el fondo de nuestro corazón y reconocer lo que realmente somos (y si es que lo somos), es decir, necesitamos de la franqueza de saber reconocernos a nosotros mismos en la posición que estamos; porque es el único modo de conseguir aquello que se quiere o desea, no basta con querer serlo y practicar, o soñar que alguna vez llegaremos a ser tal o cual cosa. Tal que así, con humildad y honestidad hacia uno mismo, cualquiera puede ser capaz de llegar a aquello de lo que sabe que puede ser capaz. Simplemente, aceptar la realidad: no todo se consigue con esfuerzo, trabajo, etc. Es necesario, además, el catalizador: el talento.
Quizá uno sepa transmitir un cierto nivel de trabajo y esfuerzo, que depende en su mayoría de todo aquello que aprende y aspire a poder encaminar su labor a alcanzar unos objetivos marcados. Pero cierto es que cada ser humano ha de reconocer sus limitaciones, qué es capaz de hacer y qué no, hasta qué niveles es capaz de llegar y a cuales resultará más que imposible. El panadero o la panadera que se empeña en mejorar sus productivas masas de pan; el albañil o la albañila que procura empeñarse en mejorar sus resultados ladrillo a ladrillo; el abogado o la abogada que continua en formación a pesar de ejercer como tal para poder perfeccionar y optimizar sus resultados en defensa de sus clientes; el futbolisto o la futbolista que entrena, corrige sus errores, perfecciona su técnica y resistencia física, además de procurarse una dieta que favorezca sus resultados en el terreno de juego, más allá de su obligado entrenamiento diario con el que cumplen los demás. Todos pueden mejorar en sus respectivos campos, pero no todo el mundo puede ser Jesús Machi (de los mejores panaderos de este país), ni María Guinot (abogada del estado), ni Messi (de los mejores futbolistas del mundo, por no decir el mejor, para no herir sensibilidades). No todos podemos llegar a Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado ni a Gil de Biedma, pongamos por caso. A todos ellos, y a otros muchos más, les diferencia el talento creativo del resto, entre otras cosas. Y así podríamos estar hasta mañana para ejemplificar que existen maestros y maestras en la panadería, abogados y abogadas de fama notoria que son requeridos o recomendados por todos los que le necesitaron en alguna ocasión, futbolistos y futbolistas que marcan épocas y rompen records... Poetas y poetisas que tildan y encabezan una generación o una corriente, una tendencia o simplemente cierto talento creativo que suma y aporta clarividencia y lustre a la lírica. Todos practican ese sacrificio de dedicación exclusiva, se deben a sus pasiones, viven para y por ello y su formación es continua, llena de esfuerzo y trabajo.
Espero hayan hilado bien la fina ironía al secundar en cierto modo deformado los géneros en algunas de las profesiones mencionadas en todo lo susodicho, puesto que en lo tocante a la poesía, el femenino ha sido siempre un género denostado. Bien valdría seguir en la lucha por que ocupe el lugar que le corresponde. Y de camino, además, dejo caer un pequeño escudo contra la estupidez de tanto empeño por maquillar el verdadero abolengo etimológico de nuestro vocabulario, que a veces uno se «jarta» un poquito de tanta estulticia y tanto género impuesto que solo consigue separar aún más en vez de integrar, o el verdadero propósito del lenguaje, que es la economía; quizá debiéramos mirarnos en el espejo francófono para estos menesteres.
Dicho lo cual, y retomando el hilo, con lo sugerido en el párrafo anterior no quiero decir que solo quienes son capaces de llegar a la élite son los únicos que pueden ser considerados como tales. Todos podemos y tenemos derecho a expresarnos artísticamente y con cualesquiera que sean las pretensiones que fueren. Pero, en cambio, no basta con querer y soñar con serlo, ni siquiera con tener mucha voluntad o deseo, y es por eso que me hallo aquí tecleando.
Han intuido bien. En la poesía, como en cualquier otra ocupación, ocurre exactamente igual. Me viene a la memoria a estas alturas aquello de García Lorca: «La poesía no quiere adeptos, quiere amantes». No hace falta mucha explicación para aclararlo, basta releer los párrafos iniciales para comprender a qué pretendía referirse Federico. Ya puedo percibir alguna que otra pataleta...
Dicho lo cual, y retomando el hilo, con lo sugerido en el párrafo anterior no quiero decir que solo quienes son capaces de llegar a la élite son los únicos que pueden ser considerados como tales. Todos podemos y tenemos derecho a expresarnos artísticamente y con cualesquiera que sean las pretensiones que fueren. Pero, en cambio, no basta con querer y soñar con serlo, ni siquiera con tener mucha voluntad o deseo, y es por eso que me hallo aquí tecleando.
Han intuido bien. En la poesía, como en cualquier otra ocupación, ocurre exactamente igual. Me viene a la memoria a estas alturas aquello de García Lorca: «La poesía no quiere adeptos, quiere amantes». No hace falta mucha explicación para aclararlo, basta releer los párrafos iniciales para comprender a qué pretendía referirse Federico. Ya puedo percibir alguna que otra pataleta...
Me encamino ya a dar los primeros pasos para aclarar algunas cosas al respecto y sobre todo las sucesivas semanas. Y no solo en el plano de la escritura, también en el de la lectura. Bastaría con decir que el verdadero amante de la poesía no solo se conforma con leer todo aquello que cae en sus manos, también lo estudia, reflexiona y saca conclusiones que ayuden a una mejor comprensión y a su labor creativa, si es que además decide emprender ese camino. Lo más probable es que, como consecuencia, uno se atreve a escribir unos versos para ponerse a prueba y «emular» a esos astros de los versos. Aun así, uno siempre tiene miedo al ridículo, y el orbe de bochorno que me embarga reprime en sumo grado mis impulsos creativos, por lo que, en consecuencia, gran parte de lo que uno pone en el papel acaba en la papelera.
Esta breve reflexión a modo de (auto)crítica que se inicia en este capítulo, como digo, viene dado para marcar distancia respecto de toda una vorágine indecente y casposa del concepto lírico actual. Han vuelto a resucitar ciertos clichés sobre cómo ha de ser la poesía que son perturbadores, y me atrevería a decir que hasta pervierten el concepto de lo que debiera y de donde debiera respirar la poesía contemporánea. Basta con escribir la palabra «poesía» en el buscador de su navegador para percatarse de este hecho anómalo. Vuelve con ello la fuerte creencia de la ligazón poesía-romanticismo. Quizá sea lo más popular, lo más fácil, lo más «bonito», pero ni de lejos es siquiera contractual. Pareciese incluso que la absoluta libertad que tiene una inmensa mayoría para escribir versos es darle a la tecla del intro, creyendo que el verso libre es de por sí una licencia para romper las ligazones o encorsetamiento de la métrica. Baste un par de simples citas de la premio Nobel polaca Wilslawa Szymborskapara derribar tanta estulticia: «Utilizas el verso libre como si su libertad fuera absoluta. Pero la poesía (a pesar de lo que pueda decirse) es, era y será un juego. Y, como todos los niños saben, los juegos tienen reglas. ¿Por qué lo olvidan los adultos?». Sí, existen reglas que rigen en el verso libre, pero esas reglas no supone intercalar a capricho la tecla intro en cada oración gramatical para convertirlas en versos: «En la prosa puede haber de todo, hasta poesía. En la poesía tiene que haber solo poesía». Que un par de frases ingeniosas, embadurnadas de ripios o palabras quejumbrosas o hasta desconocidas, a capricho de algunos saltos de línea, solo conseguirán una buena dosis de autoestima que acaso sobrepasará el aplauso de algunos amigos por las redes sociales que carecen, sobre todo, de criterio objetivo.
Un síntoma claro de inconsciencia lírica es creer perpetuamente que cualquier incauto o incauta ha plagiado unos versos que creemos únicos, cuando lo único que podemos hacer en estos tiempos que corren, después de los trillones de toneladas de escritura que se ha imprimido hasta el día de hoy, únicamente es aprovechar ese margen que tenemos para triturar lo ya conocido e intentar adornar la papilla, ya harto deglutida de manera sólida a lo largo de la historia, con nuestro timbre, nuestra voz, nuestra mano..., nuestra capacidad creativa.
Por otro lado, algunos supuestamente autoproclamados «Cristianos Ronaldos» de la lírica, en el oscuro declive y decrepitud de su proceder poético, también en otros lo decrépito sucede en lo personal, deciden tirarse al fango de la tercera división y despotricar sobre lo mal que juegan esos desgraciados (¿se imaginan a Cristiano Ronaldo, a Messi o a Lamine Jamal hablando mal de los jugadores de categorías inferiores y comentando lo indignos que son de dar patadas a un balón?); mirando por encima del hombro y escupiendo palabras llenas de ranas, creyendo que nadie les recordará los insultos proferidos, y todo sea por defender a sus protegidos como los únicos adalides y herederos de la auténtica y única poesía posible. O incluso los que deciden banalizar a cualquiera que se atreve a practicar la poesía en público, amparados en su empapelado currículum de titulitis: uno casi ha de concederles el beneplácito de la razón y el aplauso cuando contempla por cada esquina a los mismos individuos e individuas arrastrándose de lectura en lectura, sin apenas tiempo de dar margen a la creación literaria, al amparo de los mismos «(pesudo)gestores culturales» (sic) que ni siquiera reconocen diferencias entre Whitman y Mayakovsky (no digamos ya entre el gótico y el románico), y bajo el auspicio de veladas insoportablemente largas, tediosas, sin sentido y abusando de la paciencia infinita de un personal repetitivo y cáustico que, a su vez, aspira a subirse a un atril para expresar lo excelso de su lírica excepcional y de su inconfundible y extraordinario timbre de voz. Pero lo peor de todo es que algunos que se consideran adalides de la cultura acuden como corderitos a la llamada de esos (pseudo)gestores culturales para poder tener el mismo privilegio de engrandecer un poquito el ego y expresarse ante un público agradecido; a posteriori, claro está, pretenden dar lecciones al resto del personal como cetros y baluartes de la cultura: aquiescencia de la hipocresía y el envanecimiento lírico que está maltratando y enterrando a marchas forzadas la poesía que realmente lo es.
Esta breve reflexión a modo de (auto)crítica que se inicia en este capítulo, como digo, viene dado para marcar distancia respecto de toda una vorágine indecente y casposa del concepto lírico actual. Han vuelto a resucitar ciertos clichés sobre cómo ha de ser la poesía que son perturbadores, y me atrevería a decir que hasta pervierten el concepto de lo que debiera y de donde debiera respirar la poesía contemporánea. Basta con escribir la palabra «poesía» en el buscador de su navegador para percatarse de este hecho anómalo. Vuelve con ello la fuerte creencia de la ligazón poesía-romanticismo. Quizá sea lo más popular, lo más fácil, lo más «bonito», pero ni de lejos es siquiera contractual. Pareciese incluso que la absoluta libertad que tiene una inmensa mayoría para escribir versos es darle a la tecla del intro, creyendo que el verso libre es de por sí una licencia para romper las ligazones o encorsetamiento de la métrica. Baste un par de simples citas de la premio Nobel polaca Wilslawa Szymborskapara derribar tanta estulticia: «Utilizas el verso libre como si su libertad fuera absoluta. Pero la poesía (a pesar de lo que pueda decirse) es, era y será un juego. Y, como todos los niños saben, los juegos tienen reglas. ¿Por qué lo olvidan los adultos?». Sí, existen reglas que rigen en el verso libre, pero esas reglas no supone intercalar a capricho la tecla intro en cada oración gramatical para convertirlas en versos: «En la prosa puede haber de todo, hasta poesía. En la poesía tiene que haber solo poesía». Que un par de frases ingeniosas, embadurnadas de ripios o palabras quejumbrosas o hasta desconocidas, a capricho de algunos saltos de línea, solo conseguirán una buena dosis de autoestima que acaso sobrepasará el aplauso de algunos amigos por las redes sociales que carecen, sobre todo, de criterio objetivo.
Un síntoma claro de inconsciencia lírica es creer perpetuamente que cualquier incauto o incauta ha plagiado unos versos que creemos únicos, cuando lo único que podemos hacer en estos tiempos que corren, después de los trillones de toneladas de escritura que se ha imprimido hasta el día de hoy, únicamente es aprovechar ese margen que tenemos para triturar lo ya conocido e intentar adornar la papilla, ya harto deglutida de manera sólida a lo largo de la historia, con nuestro timbre, nuestra voz, nuestra mano..., nuestra capacidad creativa.
Por otro lado, algunos supuestamente autoproclamados «Cristianos Ronaldos» de la lírica, en el oscuro declive y decrepitud de su proceder poético, también en otros lo decrépito sucede en lo personal, deciden tirarse al fango de la tercera división y despotricar sobre lo mal que juegan esos desgraciados (¿se imaginan a Cristiano Ronaldo, a Messi o a Lamine Jamal hablando mal de los jugadores de categorías inferiores y comentando lo indignos que son de dar patadas a un balón?); mirando por encima del hombro y escupiendo palabras llenas de ranas, creyendo que nadie les recordará los insultos proferidos, y todo sea por defender a sus protegidos como los únicos adalides y herederos de la auténtica y única poesía posible. O incluso los que deciden banalizar a cualquiera que se atreve a practicar la poesía en público, amparados en su empapelado currículum de titulitis: uno casi ha de concederles el beneplácito de la razón y el aplauso cuando contempla por cada esquina a los mismos individuos e individuas arrastrándose de lectura en lectura, sin apenas tiempo de dar margen a la creación literaria, al amparo de los mismos «(pesudo)gestores culturales» (sic) que ni siquiera reconocen diferencias entre Whitman y Mayakovsky (no digamos ya entre el gótico y el románico), y bajo el auspicio de veladas insoportablemente largas, tediosas, sin sentido y abusando de la paciencia infinita de un personal repetitivo y cáustico que, a su vez, aspira a subirse a un atril para expresar lo excelso de su lírica excepcional y de su inconfundible y extraordinario timbre de voz. Pero lo peor de todo es que algunos que se consideran adalides de la cultura acuden como corderitos a la llamada de esos (pseudo)gestores culturales para poder tener el mismo privilegio de engrandecer un poquito el ego y expresarse ante un público agradecido; a posteriori, claro está, pretenden dar lecciones al resto del personal como cetros y baluartes de la cultura: aquiescencia de la hipocresía y el envanecimiento lírico que está maltratando y enterrando a marchas forzadas la poesía que realmente lo es.
No me olvido, claro está, de quienes lo único que ambicionan es medrar a base de acopiar falsa amistad y empatía con los pobres inocentes que han representado o representan algo serio y de peso dentro del mundillo poético, porque su empeño va en relativizar el verdadero sentido de la poética y lo transforma en falsa modestia para disculpar una no menos falsa humildad que transforma en veneno para ratas y escorias varias como síntoma de defensión hacia la poesía contemporánea. La razón, en conclusión, de esta vorágine explosiva que sigue sacudiendo los cimientos de todo rincón que se precie para acoger a cualquiera que es capaz de escribir poesía, como quien hace pompas de jabón para divertimento de toda la familia, está en lo que expone el escritor Ben Lerner en «El odio a la poesía», quien expone que desde pequeños se nos inculca que todos somos poetas por el simple hecho de que estamos hechos de sentimientos; ¿y qué es la poesía sino sentimientos? Bajo esa premisa, solo necesita unas horas de consulta y otras más de práctica, y se convertirá en todo un genio de las letras. En fin, para todos estos, para otros muchos como estos y especialmente para el que suscribe, van dirigidas estas reflexiones.
(Continúara...)
© Daniel Moscugat, 2025.
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