(Grabado de Jan Pieterszoon Saenredam)
Creemos esas sombras a pie juntillas o las adoptamos como verdad y, más allá de lo visible, la realidad adquiere en ocasiones tintes abigarrados. Las hemos aceptado sin más y asumimos como parte de nuestra idiosincrasia. No significa esto que vayamos a ser capaces de «asesinar» a quien quiera mostrarnos la verdad. Aunque suele suceder que hablar de estos hechos siempre conlleva que alguien intimide al portador de la antorcha de manera despectiva y comentarios harto consabidos: «ya está aquí el anticapitalista», «otro más que no está conforme con nada», «vaya, el amargado que quiere sacarle punta al lápiz...».
Esos prestidigitadores que hacen de la fantasía algo mágico y aparentemente real en los últimos tiempos han logrado convertir un mero escaparate comercial en una necesidad emocional. Apelan a nuestra sensibilidad para ponernos en la mano un producto que se antoja, a priori, prescindible en necesario. El objeto principal es prolongar el beneplácito de las emociones de manera constante, creando necesidad sobre lo más íntimo y que sin el producto sería harto improbable sentirnos felices. No es de extrañar que la literatura más desgarradora y crítica con la sociedad que hemos permitido construir haya reflejado esto en muchas de sus formas: «Desempeñas trabajos que odias para comprar cosas que no necesitas». (El Club de la Lucha - Chuck Palahniuk, 1996); «Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista, y no a cultivar la razón». (Vida de consumo - Zygmunt Bauman, 2007); «Investimos los objetos intelectual y emocionalmente, les damos significados y cualidades sentimentales, los ponemos en baúles de deseo o los envolvemos en cubiertas repelentes, los situamos en sistemas de relaciones, los insertamos en historias que contamos sobre nosotros mismos o los demás». (La vida de las cosas - Remo Bodei, 2013)...
A mí lo que me parece peligroso es hacia dónde apuntan. Ya no se trata del mero hecho de consumir, sino del valor de educar y de cómo aceptamos ciertas premisas que de manera explícita rechazaríamos de plano. Si bien no es algo nuevo, y la constante sigue siendo la autocomplacencia y el egocentrismo, progresivamente la publicidad se vuelve cada vez más agresiva, dispara con mayor descaro hacia las emociones. El objetivo se centra con especial enconamiento en los más peques de la casa: seres que de un modo u otro gobiernan el ritmo de vida emocional de cualquier hogar.
Si uno se detiene y presta atención con espíritu crítico, parece más que evidente que la sociedad anda tan sumergida en un mar de consumo indiscriminado que hasta permitimos que manipulen nuestras emociones, a tenor de la predisposición que los consumidores potenciales tienen al consentir ciertos mensajes denigrantes, inapropiados, machistas, irreverentes o maleducados. Discursos que se ven a posteriori reflejados en el comportamiento social colectivo. El problema no es ya que la publicidad manipula la realidad para convencerle de una verdad idealizada. Ese juego de sombras que se agita y nos emociona como una única realidad es un armazón con mecanismos a prueba de bombas. De ahí que, si alguien pretende arrojar luz e iluminar las sombras, ese corre el riesgo de ser finiquitado emocionalmente de la faz de la cueva (aun así correré el riesgo). El problema es, en realidad, la manipulación de la luz con el objetivo de proyectar sombras que alteren la percepción de valores éticos y morales.
Verá. Si presta atención a los spots publicitarios que se emiten por cualquier medio audiovisual, verá que son un reflejo fiel de todos los ámbitos de la vida, sombras comunes que se proyectan de nosotros mismls. No piense en la veracidad de los beneficios que aportan los productos publicitados, sino en captar los mensajes implícitos en los que se basan ciertas campañas para convencernos emocionalmente de la garantía de felicidad que ofrecen. En efecto, no es por lo que ofrecen, sino por cómo lo ofrecen y en qué elementos sociales, educacionales y emocionales se apoyan. Estos mensajes nos martillean de manera constante desde tiempo inmemorial. Su influencia va lloviznando sibilinamente como un sirimiri y permea hasta que sentimos la humedad incrustada en el tuétano como algo natural, como parte de nosotros, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. La reacción para ponernos a buen recaudo, cuando abrimos los ojos, es ya demasiado tarde, y los valores éticos, morales y sociales se han corrompido: la neumonía está servida y el remedio para paliarla llega tarde.
Esas «sombras» que presenciamos en nuestras casas, nuestras cuevas, acaban siendo el reflejo de una ficción que nos hacen creer que es verdad. Sin embargo, la realidad es muy distinta y cada uno, en su propia reflexión, debiera ser consciente del riesgo que conlleva semejante permeabilidad sobre aspectos tan fundamentales y que denigran los valores por los que han luchado tantas heroínas, tantos sufridores abnegados, tanta sangre derramada. Solo es cuestión de abrir los ojos y salir de la cueva; de arriesgarse a ver la luz del día a pesar de que los otros «reos» te amenacen o acusen de que sufres locura, que estás viendo espejismos donde solo hay sombras, porque esas sombras ficticias son la verdad.
La sociedad acepta esas lecciones amorales como algo justificado, que pertenece a una realidad construida bajo la adicción de la necesidad. Forma parte de una educación errónea que se dibuja con siluetas amorfas, deformes, planas, sin profundidad, oasis de un solo tono y sin color. Hasta tal punto que cualquiera que pretenda inmiscuirse para aleccionar o derribar esos ideales ficticios acaba reciclado. Un riesgo inofensivo, sutil, que pasa desapercibido, pero cuya prevención siempre llega demasiado tarde porque ya hemos sido alienados. Porque mientras los mensajes implícitos estén alentando el machismo, el desprecio del mundo animal o la carencia de respeto y educación desde la infancia, o incluso al asociad el axioma de la felicidad al producto, seguirá existiendo la economía del engaño, la irracionalidad del consumidor y su apuesta por la ignorancia, con todo lo que eso conlleva para el bolsillo de cada día, del tesoro en valores éticos y morales que dilapidamos por cada campaña publicitaria que falsea la realidad. Y sobre todo, lo que se dilapida es la libertad de ver las cosas fuera de la cueva, la realidad, la reflexión, el color, las formas reales que sostienen la vida real.
A final acabamos pagándolo todos, de un modo u otro. No hay pretensión de sentar cátedra con esta parrafada. Con que abran los ojos esclavos que adoran esas sombras que anulan la verdadera libertad de razonar, de reflexionar, de saber elegir, me doy por satisfecho. Sea responsable. Necesitamos más lectura de Platón y menos gurús de la publicidad: menos televisión. Nos evitará creer en las sombras y lamentar que la sociedad continúe por una vía en permanente descenso, que anda al borde de ser devorada por su propia idiosincrasia, por sus propias sombras. Es el único modo de salir de la cueva.
© Daniel Moscugat, 2025.
® Texto protegido por la propiedad intelectual.
Comentarios
Publicar un comentario