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PRÓLOGO «PULSO A LA JUSTICIA»

«Hay contecimientos en la vida que jamás nos hubiésemos imaginado que íbamos a vivir, pero que nos marcan para siempre, hasta el punto de que ya nunca volveremos a ser los mismos». Así comienza el primer volumen de una trilogía que concluye con esta novela que tiene en sus manos y que, paradójicamente, resume en un axioma irrefutable la creadora de Poirot, Agatha Christie: «Lo que sucede realmente, la mayor parte de las veces, es que no sabemos del prójimo nada en absoluto». Esto queda patente en todo el engranaje que se desarrolla bajo el paraguas del detective Charcot. 

El recorrido por el que discurren las páginas que Alicia Gallego ha resuelto escribir es un trasiego constante de circunstancias no resueltas en las vidas de todos sus personajes, y que los hechos fortuitos y premeditados en los que se ven envueltos acaban por dejar huella en todos ellos. Serán, son, momentos imborrables donde se sienten ajenos y particularmente vulnerables a lo vivido, pero que han de afrontar, como Ulises (Odiseo), mil y un obstáculos mientras atraviesan su periplo personal y emocional hasta regresar a su Ítaca, su patria, que son ellos mismos; y cuanto más se acercan a su yo profundo, más se convencen de que no les pertenecen, se reconocen apátridas en su propio fuero. Es evidente que nada que entrañe un periplo semejante puede quedar indemne, y nadie escapa a quedar, al menos, como regresó al fin Ulises al llegar a su patria, con las uñas ensangrentadas y el alma mellada. Nadie queda ileso de una visita al dolor profundo que pusimos a hibernar en algún recoveco recóndito de nuestro ser, porque cuando la aflicción ve la luz de nuestros ojos se torna en febril tempestad, y con ello nos ilustra cómo es ese lugar donde lo habíamos connado.

Por otro lado, para poder entender esta narración, que fluctúa en la urdimbre de las dos anteriores, resulta ineludible soslayar el aspecto lírico que habita en la patria profunda de la autora. Escribir, o al menos intentarlo, sobre la obra de un poeta siempre es harto difícil. El poeta (el de verdad, no el que pone palabras reversibles y edulcoradas para concretar una comunicación sin mensaje con los demás) se habla a sí mismo, reflexiona; es, en esencia, un mártir de su circunflexión, un ebanista que talla la madera para darle forma definida a todo aquello que el resto de los mortales damos por sentado. «Pero nosotros / qué somos sino ebanistas / que trabajan el leño de la cabeza humana», sentenció Mayakovsky. En los circunloquios reflexivos de Alicia Gallego, a lo largo y ancho de esta novela, se adhiere esta forma suya de vivir la lírica. No solo dan frutos poéticos, además trascienden en forma de individuos que relativizan o reflexionan sobre su yo más íntimo. El poeta concluye y se convence antes de hablar a los demás, y esas disertaciones de tipo filosóco suelen tener tanta profundidad como la ubicuidad del universo, que en esta trilogía, en especial en este Pulso a la justicia, adquiere matices imperecederos. Cada personaje es un mundo inescrutable a quien le resulta verdaderamente ajeno todo cuanto les pertenece.

Si en la primera novela, La sombra de la verdad, Alicia Gallego deja interactuar a sus protagonistas desde un escenario eventual mostrando sus cartas emocionales, amparados por los saltos en el tiempo que actúan como un telescopio introspectivo; y en la segunda, El poder de lo imposible resuelve dar ámbito universal a las dicotomías del ser humano en torno al amor-dolor, y todo lo que conlleva en el complejo ámbito de relaciones existenciales; en esta tercera novela termina por urdir un tejido emocional y social en el que se navega por un mar de penumbras por el que todo ser humano, sin excepción, intenta salvarse cada vez que atraviesa su borrasca particular. A través de ellos encontramos catalizadores comunes en este Pulso a la justicia: pasiones, amor, dolor, reflexión, relaciones profesionales y personales, determinación, recuerdos que florecen..., sentimiento y alma...

No podemos obviar que, a la luz de lo que declamaba Pessoa, «...el poeta es un fingidor», un fingidor de su propio dolor, de todo aquello que vive y pervive en su memoria, porque a pesar de que elucubra y transfigura la realidad para imaginar la que quiere o desearía, en realidad acaba sincerándose consigo mismo y reflexionando sobre la realidad en la que vive, y acaba por modelarla para imaginarla. Alicia Gallego se vale de ese «yo» profundo para discernir, discurrir y trascender por boca de sus protagonistas en reflexiones sobre el ser humano que universaliza en cada uno de ellos (Charcot, Lacroix, Ricci, Corina...) abriendo un abanico emocional que podría ubicarse en cualquier punto geográco del planeta. Aunque no es baladí que se haya decantado por momentos trascendentes emplazados en entornos y paisajes bucólicos, y panorámicas romanticistas, enclavados en un ámbito geográfico como el de Francia, para hilvanar un universo que llega a dejar a merced del lector un regusto decimonónico, con cierto aroma a café con Agatha Christie.

Y si le he citado la primera oración de la primera novela para abrir esta reflexión a modo de prólogo, bien deseo acabar con la que continúa después de aquella. Porque muy probablemente el lector vivirá un periplo a lo largo de la lectura de estas páginas en las que verá y sentirá en la piel de sus personajes la reflexión mas patente de todas cuantas encontrará en sus emociones más solapadas: «Son etapas imborrables que nos torturan sin posibilidad de desprendernos de ellas. Y cuanto más lo recordamos, más nos da la sensación de que no nos pertenecen». Cuanto más piense en este última sentencia, mejor disfrutará cada una de estas paginas. Siéntese cómodo, lea y disfrute... porque «durante la hora de la lectura, el alma del lector está sometida al alma del escritor». (Edgar Allan Poe).


Prólogo de la novela Pulso a la justicia, de Alicia Gallego. 


© Daniel Moscugat, 2025.
® Texto protegido por la propiedad intelectual.

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