Lo cierto es que siglo y medio después, aquellos que cruzan «el mar de todos» vienen a reclamar en cierto modo todo cuanto Europa se agenció. Todo cuanto los abuelos de los abuelos perdieron, todo cuanto les sustrajeron. Es la propia historia la que habla en los rostros de esos náufragos. Vienen a reclamar la vida que les negamos, privamos, robamos, vilipendiamos o sesgamos de sus antepasados. Da igual que vengan de cualquiera de los veinticinco países donde existen conflictos candentes y que dejan asolados poblados, etnias, familias, vida. Y tal vez esa pertinaz insistencia por ocultar el susodicho capítulo de la historia europea del heterogéneo ideario político como argumento del origen de esa lenta y trágica diáspora, empuje a la opinión pública a dirigir la atención, el punto de mira, hacia esos «invasores»; que pongamos nuestro objetivo en el migrante cual un enemigo a batir y al que no hay que ofrecerle ni agua, pues así se aseguran que los patriotas tengan recursos morales para defender lo que es «suyo» y eviten que invadan nuestro espacio y nuestra riqueza.
Esos seres humanos que arriesgan sus vidas por cruzar la frontera del Mediterráneo huyen de guerras civiles y hambrunas (Somalia, Chad, Nigeria, Sudán del Sur, Libia...), de secuestros y genocidios propiciados por condiciones de desestabilización o ausencia política (Boko Haram, Darfur). Creo que sobran las palabras si hablamos ya del Sahara, asunto que da de lleno en el cogote al gobierno de España, sea del color político que sea, porque acostumbra a mirar para otro lado como si aquel fuese un conflicto ajeno o lejano que ya no nos afecta en el devenir del progreso en el que se encuentra; y resulta que hasta hace apenas unos años sus ciudadanos compartían DNI con los ciudadanos españoles...
Desde Europa se fomenta el derecho a construir muros en las fronteras (físicos, legales e intelectuales) y un infierno en el mar por miedo, un certero miedo justificado. Los tecnócratas del neoliberalismo europeo en pleno auge, coronado de alambradas en sus fronteras y de un camposanto de agua salada, se apresuran a vociferar despectivamente que igualdad significa lo mismo para todos, la aberración de ser iguales en cuanto a derechos y libertades, y que compartamos toda riqueza, aludiendo así a ese concepto pasado de rosca del comunismo norcoreano, rancio, retrógrado y orwelliano. En realidad, igualdad no es la búsqueda de posesiones y vida común, es el concepto de acceder a la posibilidad de aspirar a tener oportunidades equitativas al alcance de todos. Y ese ideario exportado desde el corazón de la Unión Europea hacia los países miembros, y gracias a secretarios de estado como el que sufrimos en España, gobierne quien gobierne, se transforma en realidad impostada y aplaudida por millones de borregos. Uno se da cuenta de repente de todo. La buena voluntad de la Unión Europea es tan falsa como la compostura de su palabrería. Los datos así lo atestiguan: da pavor asomarse al abismo de más de cinco mil muertes en el «mar de todos» de media desde 2016.
El gran problema que ha de afrontar la vieja Europa no son los refugiados. Lo cierto es que seguirán llegando, porque reclaman ni más ni menos que lo que les pertenece, lo que les quitaron. Y todos ellos viajan con el ansia que viajaron los abuelos y bisabuelos españoles que abandonaron su patria huyendo de la miseria, la guerra y el hambre, cruzando todas las fronteras y los charcos habidos y por haber en busca de estabilidad y un futuro mejor. El único modo de solventar este problema irreversible es y será reponer todo cuanto se saqueó en el continente africano. Reparar el daño de tantos regímenes nefastos provocados por la nefasta gestión europea en todos los sentidos. No podrá salir gratis devorar la semilla de la vida, y donde brotó la riqueza del florecimiento de la revolución industrial del viejo continente, que quiere cercar sus dominios a todos esos nietos de los nietos que llegan ahora en cáscaras de nueces, también se marchitará si no invertimos en polinizar esas semillas que nos atribuimos. Nada de lo que devastaron en las colonias alemanas, francesas, belgas, portuguesas, inglesas y, también, españolas podía pasar de largo ni pasará de largo.
El texto que nos presenta Aldo en estas páginas muestra con claridad tanto el sentir como la idiosincrasia de todo un continente que refleja a través de ciertos capítulos históricos de Guinea Bissau y Cabo Verde, en una recreación del absurdo provocado por la ambición industrial, en este caso de Portugal. Una reflexión vivaz ecuánime e iconográfica de todo cuanto acabo de prologar, y en su desarrollo retrata fielmente cuanta ambición desmedida ostentan los que tienen capacidad para empuñar un arma y convencer a sus lacayos de que seguirle les proporcionará una vida de lujos y libertad como a sus homónimos europeos. Sin embargo, nadie se percata de que el bien común es benecio para todos y que, parafraseando al autor, «el final del ser humano es el mismo en África que en Europa. Todos lloran, menos los que parten para el otro mundo».
Quizá todo esto lo resume una reflexión del presidente electo en esta novela de Aldo: «Todo el mundo regala una sonrisa que embellece y resplandece su pobreza. Abren un corazón que ilumina la vida, que irradia riqueza. Eso no ocurre en Europa. Allí las sonrisas son forzadas, engañosas; el semblante amargo, hosco, huraño, arisco, malhumorado. Los ricos viven en estratos cerrados, infelices, egoístas. Allá la gente va con prisa a todos lados, no tienen tiempo para la vida ni la comparten. Se disfrazan con una cara de funeral que no se quitan ni para dormir. Ni saludan al vecino. Saludar es una bajeza, es rebajarse. Su corazón se acostumbró a la miseria, a la miseria del rico».
Todo comienza por que la vieja Europa reconozca que debe reparar el expolio y el daño infligido a esos países que podrían haber sido ricos gracias a sus recursos y que nos apropiamos, invirtiendo en democratizar, a afianzar y estructurar sociedades prósperas donde no sea necesaria la emigración hacia otros lugares, otros pueblos, otras culturas. Y, claro está, actuar en consecuencia con hechos, no con palabras. Espero que esta novela les invite a la reflexión y, sobre todo, a la concienciación de un problema candente que no está en las fronteras, sino en paliar las heridas aún abiertas en gran medida allá donde expoliamos la riqueza y devolverles la dignidad de vivir con dignidad.
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