Que este país, tras un período de calma más o menos estable entre los ochenta y noventa, ha vuelto a resquebrajarse en dos es ya hoy una realidad. La grieta que las separa (aunque debería decir abismo) puede verse a lo lejos, a kilómetros de distancia, desde la estratosfera diría yo; bueno, diría, mejor dicho, el filósofo Emilio Lledó, según me confesó hace unos años.
Uno, que ha leído de casualidad algunas cosillas sobre los orígenes del golpe de Estado y posterior Guerra Civil (termino que nunca me acaba de convencer, porque lo que se perpetró fue más bien un genocidio), no puede perder la oportunidad de soslayar que esta deriva está succionando el cerebro de millares de ignorantes iletrados y poco leídos que se dejan llevar por una corriente ficticia de irrealidades solo elucubradas por quienes tienen mala leche, poca profesionalidad y mucha imaginación para inventar noticias, si no tergiversarlas, para que parezcan lo que no es. Y ya sabemos lo que les pasa a los camarones que se duermen en los laureles de los cantos de sirenas. La historia está condenada a repetirse si uno no aprende las lecciones de vida; apartarlas a un lado es como hacer piardas, pellas, novillos, irse de montes... faltar a las clases importantes que caerán seguro en examen.
A riesgo de emular a un Pérez Reverte cualquiera (y rezar por no parecerme a él ideológicamente), este ha sido y es un país de fanáticos, mediocres, arribistas y envidiosos; siempre. Desconozco si porque lo llevamos en la sangre o porque ese mantra casposo del «y tú más» nos transforma en viles y estúpidos. Son los ingredientes básicos que llevaron a España al ostracismo durante más de cuarenta años en el siglo veinte y que lleva marchamo de meternos otra vez en otros cuarenta años de vaguedad por el desierto (de no ser porque vivimos amparados en el paraguas de la UE); apenas sí aparezca un iluminado Moisés que pretenda rescatarnos y señalar el desierto como la tierra prometida. Conozco auténticos fanáticos y acólitos de ciertos periodistas, con metodología y mala leche terrorista, que siguen sus vomitonas radiofónicas y desarrollan o repiten como mantras esa putrefacción intestinal por las redes sociales o incluso en conversaciones de bar, como si un Cristo resucitado de andar por casa impartiese sus preceptos incuestionables cual mandatos divinos; los pobres hooligans merecen aquello de 'perdónales, Señor, porque no saben ni lo que dicen'. Y también los hay que siguen a rajatabla el catecismo de Diario Red, impartiendo clases de civismo, buenismo, justicia social e izquierdismo como si de una catequesis suprema e incuestionable de "ismos" se tratara, donde todo cuanto se dice o se habla ha de ir a misa y replicar en voz alta allá por donde las iglesias de todas las confesiones habidas y por haber traten de inmolar al cristo de la coleta, porque debatir en contra del catecismo significará pertenecer a la otra orilla del río, sin paliativos. De hecho, el simple acto de abrir el Phoskito y hacer crítica sobre eso vale por un premio en forma de crucifixión.
Va siendo hora de que despierten del hipnotismo al que están sometidos desde todos los ángulos y le den a la maquinita de pensar. Dejen el televisor a un lado, desconéctense de Netflix, HBO, Movistar+ y todas las parafernalias varias que emiten por la tabla tonta (lo de caja ha quedado ya desfasado). Ahora más que nunca, este país se ha convertido en un antro separado por dos bandos: somos del Barça o del Madrid, del Betis o del Sevilla, de izquierdas o de derechas, somos de cerveza o de vinos, de campo o de playa, nocturnos o diurnos, veganos o carnívoros... nos situamos siempre en un extremo, en una orilla del río: o a este lado o a ese otro. No hay espacio para nada más, no hay espacios para la unión, para la tolerancia, para la concordia, para los matices; no hay escala de colores. Y lo peor: nos hemos vuelto una sociedad de intransigentes hasta la saciedad. No hay posibilidad de diálogo, consenso o debate. Todo ha de estar regido por el insulto, el grito y la blasfemia.
Ya que he aludido a él al principio, traigo aquí unas palabras de Arturo (sé que no cae bien a todo el mundo: si lees o reproduces cualquier cosa del susodicho, o «estás conmigo o estás contra mí»: recuerden, del Barça o del Madrid) que dijo en torno a la presentación de su libro «Hombres buenos» allá por el año 2015 (ya ha llovido un poco): «Somos un país con mucha memoria de la infamia pero con poca cultura para diluirla». Y así estamos, rememorando viejos éxitos bíblicos: la otra mejilla la va a poner rita la cantaora. Porque si hay algo que se ha envilecido, y la cosa va in crescendo, es el nivel del debate político donde la premisa de una democracia, el respeto, ha dejado de ser un espacio de convivencia donde dialogar. Cuando ese espacio de respeto siempre está sujeto a la memoria de la infamia sin un ápice de cultura donde diluirla, está más que cantado que la cosa tiene pinta de asfixiar a todo el personal. Y ya vemos las consecuencias: circunstancias, manifestaciones, declaraciones y conductas intolerantes, radicales y generadoras de odio. La cosa irá a más... y siempre viene del mismo lado, del mismo que es capaz de perpetrar un golpe de Estado con el fin de quitarte para ponerme yo.
Existe un riesgo latente: a pesar de que estamos al amparo de la Unión Europea (que traducido significa que somos uno de sus mejores clientes; hoy por hoy el motor económico), y que vivimos en un Estado de derecho (que, también, traducido significa que está tan partido en dos como el resto de las españas, y si no, que nadie pueda parar los pies al juez Peinado es síntoma evidente de lo que aludo), vivimos en el permanente riesgo de repetirnos. Y es que, por aquellos años pre bélicos, España era un país adelantado a su tiempo. Jugábamos con los medios de información basándonos en un concepto por entonces desconocido, pero que ahora es la panacea de toda plataforma de información, por pequeña que sea esta: la posverdad, esa cosa que no cuestiona si lo que se publica o se difunde es verdad o no, tan solo se cuestiona si ha de ser llevado a debate o no, independientemente de que sea mentira.
A fecha de hoy, no tengo constancia de que un medio de información haya pedido disculpas o haya rectificado sus informaciones falsas, a lo sumo una «fe de errata» (obligado por sentencia judicial) o quizá una matización que enmascare la propensión DIARIA que tienen TODOS los medios de comunicación a propagar la noticia que más y mejor vende (con especial incidencia en los medios conservadores), aun a riesgo de ser mentira; o peor aún, de ser una verdad a medias, o de ser una mentira con visos de ser verdad; y ya rizamos el rizo si eso ocasiona turbamultas, destrozos de mobiliario urbano, disturbios...
Pongamos como ejemplo las recientes trifulcas entre los ineptos gobernantes de las comunidades autónomas en la gestión de los diversos y graves incendios forestales y el Gobierno. Pueden leer en la prensa todo el hilo registrado a través de las distintas plataformas digitales, no digamos ya a posteriori con las grandes plataformas, mega mass medias, vomitando a sus anchas toda sarta de acusaciones e improperios (a cual más ingenioso), secundadas por los diferentes grupos políticos, sociales y ciudadanos de a pie: acusaciones cruzadas, reproches sin límites, falta de decoro y respeto... Cuando lo más elemental es saber cómo funcionan las instituciones y que la responsabilidad de cada cual es la de cada cual. Por ende, hay algo fundamental: el dato mata el relato. Y en última instancia, quien sufre por ello son quienes han de estar a pie de campo arriesgando su vida, da igual que sea un infierno, una pandemia o una crisis ambiental en forma de DANA. Es curioso cómo todo el mundo sale a la calle a aplaudir a los operarios, que el pueblo salva al pueblo, pero cuando llega la hora de elegir a los representantes, eligen siempre a quienes reducen capacidad profesional para afrontar cualquier crisis (térmica, forestal, metereológica, económica...), señalando al Gobierno de turno y exculpándose, amparados siempre en el encefalograma plano de quienes aplauden cualquier cosa.
Se ha perdido en gran medida la esencia del periodismo, como dije no hace mucho, del buen periodismo, a cambio del cash, de la inmediatez de una audiencia rápida que solo pierda el tiempo en leer el titular. Se ha perdido esa esencia que se cuestionaba hasta la más mínima duda y que, a pesar de todo, salía a la luz, con más o menos mordacidad, todo cuanto debiera verse (dependiendo siempre desde qué lado se miraba el prisma), cayera quien cayese. Hoy día, la capacidad crítica del consumidor habitual de información es proporcional al éxito de los planes de estudio de un Estado de derecho que empieza a hacer aguas por doquier y la calidad de los ministros de cultura que se han ido sucediendo en el escaño. Y una vez se dio el pistoletazo hacia la carrera de contar mentiras, todo el mundo quiere subirse al caballo ganador: eso se traduce al fin y a la postre en dinero, porque la polémica y el insulto genera ingresos, llama la atención mucho más que cualquier otra noticia. «Un pueblo educado es un pueblo libre», decía Kant. Y España está sometida a una esclavitud que ya salpica muy muy de lleno hasta a la justicia, porque hasta la falta de educación borbotea por cada rincón por donde uno salga a pasear.
Todas estas minúsculas gotas que caen a diario como un finísimo chirimiri calan, querámoslo o no, en nuestra piel, permean y se adhiere a los huesos, se infiltra por las venas hasta llegar a la sangre y en nuestro ideario se acomoda como algo normal, habitual. Nadie se asombra ya por visualizar a una panda de neonazis alzar la mano y gritar heil Hitler, ¡Franco, Franco...! o muerte a los maricones. Lo único que puede salvarnos es la educación y la cultura, sobre todo el respeto. Espero y deseo que, por una vez, un ministro apueste de verdad por la educación, porque hasta ahora hemos tenido una mansalva de ignorantes acomodados y faltos de rigor que a lo único que han contribuido es a embrutecernos cada vez más y a hacerse la foto con el precursor de moda o al amiguete premiado. No podría decir que lo hagan a conciencia, porque creo que de eso van escasos. Más bien de lo que andan sobrados es de picaresca y de chabacanería. Porque ni ellos mismos son conscientes de que el día en que se acaben los libros seremos seres embrutecidos por la incompetencia de los que se suponen adalides de eso que malllaman Cultura. A ellos les vale con llenarnos las pantallas de Madrid-Barça, de Sevilla-Betis, de Izquierda-Derecha, cerveza-vinos, campo-playa, veganos-carnívoros, rojos-azules... Les vale arrojar agua a borbotones para crear una corriente que separe las dos orillas del río cada vez más, en vez de crear puentes para poder acceder al otro lado y unir ambos extremos a través de un nexo que lo sostenga.
Más nos valdría retrotraernos a las escuelas griegas y aprender desde el principio cuales son los principios (que valga la redundancia). Quizá por ello siempre resuena en mi cabeza el eco de un tal Aristóteles, sobre aquello de «la política es la supremacía de una ideología sobre otra». Y con cuánta razón hablaba que parecía profeta el tío. Lo único que interesa es el poder, los demás sólo somos simples números, simples objetos, simples peones en ese tablero de ajedrez en el que juegan. Más nos valdría empezar a dejar de faltar a clase y aprender de las lecciones de historia que están a flor de piel y tiene una pintaza de volver reeditar viejos éxitos como se vaya todo esto de madre. No obstante, para ejercer el poder de la maquinita de pensar hace falta leer, leer para pensar, pensar para decidir, decidir para construir... y construir solo se consigue uniendo ladrillos, uno sobre otro, y no separándolos. ¿Es tan difícil de entender que el único modo de unir los dos extremos de un río es creando puentes? «Podría decirse que esa corriente del río tampoco prohíbe las ideas que, por su extremismo, se sitúen fuera de ese amplio espectro político, por muy rechazables que puedan considerarse desde la perspectiva de los valores constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas»*. Todo cabe en un Estado de derecho, hasta este chascarrillo, por incongruente que parezca, años después de la espantada del emérito con los bolsillos llenos y la tripa satisfecha y las burlas generalizadas a toda la ciudadanía.
*La cita es del magistrado Cándido Conde-Pumpido en su voto particular en el caso del proceso contra el diario El País por injurias al rey.
© Daniel Moscugat, 2025.
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