Durante el invierno del año anterior tuve la fortuna de ser obsequiado con un regalo navideño. Aquel cuento de navidad resultó tener, en apariencia, un final feliz, pero aprendí que nunca se sabe si aquello que nos cae en fortuna tiene consecuencias nefastas para nosotros o si, por el contrario, los actos nefandos que se nos vienen encima como losas pueden ser, en última instancia, hechos destacables y afortunados en nuestras vidas. Todo tiene siempre consecuencias colaterales, aunque no seamos conscientes de ello, para bien o para mal.
Un año después de aquella afortunada cena navideña en casa de mi vecino, el del SONY de plasma, disfrutaba de una situación inmejorable económica y laboralmente: hacía montajes en vídeo para Globomedia, participé en varios cortometrajes (remunerados), trabajaba por mi cuenta haciendo pequeños vídeos publicitarios y ayudé en labores de producción para algún que otro largometraje... No contento con todo ello, también ocupaba tiempo en trabajar como jefe de cocina en un restaurante del montón (porque del cine solo viven cuatro privilegiados), de cuyo nombre no quiero acordarme. Cumplía jornadas maratonianas de unas diez horas diarias, aprovechando los descansos y días libres para mis ocupaciones audiovisuales. Dormía poco, bebía mucho café..., me mantenía activo prácticamente unas veinte horas al día. Y si creían que no tenía tiempo para más, se equivocan: entre vídeos y fogones aprovechaba ciertos momentos de relax, de descanso entre tarea y tarea, para escribir un poco y desahogarme; sobre todo escribía relatos, incluso llegué a terminar algunas novelas que ahora verán donde acabaron.
Aquel día salí del turno de mañana del restaurante y me dirigía rápidamente a casa para emprender el montaje de un spot publicitario muy bien remunerado. Recuerdo perfectamente que apenas daba sus últimos coletazos el verano e iba elucubrando y calibrando los cortes visuales que había importado al software de edición y por no ir pendiente al tráfico estuvo a punto de atropellarme un Fiat punto.
Justo antes de subir a casa, por entonces, recién aterrizado Vodafone en nuestro país, recibí una llamada de teléfono en mi Nokia 3310. Un número que no tenía en la agenda de contactos y por el prefijo se trataba de un teléfono fijo de Salamanca. Al otro lado, una voz melíflua, suave y en cierto modo condescendiente preguntaba formalmente por mí. Creí que sería alguno de los productores de Globomedia. Resultó ser un editor que había leído un relato con el que participé en un certamen de una localidad en el que fui finalista; el premio lo recibiría otra persona (que con el paso de los meses supe que era el hijo de un muy amigo suyo y, claro, no podía ser de otro modo...). El caso es que a este editor, al que llamaré «el circunspecto nostálgico», le resultó el relato francamente bueno y quería que nos viéramos para «hablar del asunto». Y hablamos.
En principio, el editor parecía un tipo circunspecto (de ahí la mitad del apodo), un tanto achaparrado, de nariz aguileña y poco dado a sonreír, parecía ir ataviado de un aura de perpetua nostalgia (y de ahí la otra mitad del apodo). Quedamos en una conocida cafetería en las lindes de la Plaza Mayor y comenzamos la charla. Al parecer, quería que le entregase más material mío para leer y estudiarlo. Regentaba una editorial pequeña y estaba interesado en publicarme unos relatos, en el caso de que mantuviesen el nivel de calidad del que presenté en el certamen. Así lo consideró y, dado que en aquella época comenzó a ponerse muy de moda eso de publicar libros de relatos, se inició la maquinaria: quedó previsto que el libro saldría para la primavera del próximo año...
Llegó el invierno. Se sucedían los días fríos y entumecedores. Los pájaros se mostraban ausentes en gran medida por las migraciones y la niebla cuasi perpetua era un elemento decorativo más por la influencia del Tormes. No en vano, cuando en Salamanca bajan las heladas de principios de año, el termómetro parece no querer oscilar. Entre tanto, el frío parecía haber entumecido las conciencias de todo cristo. Yo no daba crédito a lo que ocurría. En apenas un año pasé del ocioso ostracismo por no hacer nada a no tener tiempo suficiente como para ocuparme de tantas cosas. Pero lo que en un principio fue fortuna, poco a poco fue tornándose en calamidad como consecuencia de aquella cena.
Todo tiene siempre su sino... y un origen. La compañera y amiga de mi vecino el del SONY de plasma, aquella que estuvo sentada a la mesa en la pasada cena de nochebuena, al parecer tuvo un encontronazo con él hasta llegar a un punto de odio que me salpicó directamente. Ella fue la que me facilitó la apertura de puertas a Globomedia, y ella fue la que procuró que me las cerraran a cal y canto simplemente por mantener amistad con su recien archienemigo. La muy pécora fue llorándole a su amigo de recursos humanos, literalmente, contándole una historia que en nada tenía que ver conmigo, pero en la que puso mi nombre y apellidos sobre la mesa. Ni más ni menos que había abusado de su confianza, que habíamos empezado a compartir cama, pero que le estaba poniendo los cuernos con una zorra malnacida que, para colmo, esta quería pisarle el ascenso, y que quien se lo estaba negando era mi amigo el del plasma. Especialmente, las lágrimas hicieron su efecto pernicioso, acompañadas por un halo maternal de delicadeza y debilidad que la hacía ser la persona más vulnerable sobre la tierra. ¿Quién no podría creer a alguien tan frágil derramando unas lagrimitas por un desalmado como yo?
No contenta con todo ello, persiguió mis movimientos, y los de todos los que tuvieran que ver con mi vecino, y cercenó todos los trabajitos audiovisuales que me procuraba al margen de la productora de televisión. Desconozco cómo lo hizo, pero, a fuer de ser sincero, imagino que la táctica empleada parecía ser idéntica y los resultados calcados.
Todo tiene siempre su sino... y un origen. La compañera y amiga de mi vecino el del SONY de plasma, aquella que estuvo sentada a la mesa en la pasada cena de nochebuena, al parecer tuvo un encontronazo con él hasta llegar a un punto de odio que me salpicó directamente. Ella fue la que me facilitó la apertura de puertas a Globomedia, y ella fue la que procuró que me las cerraran a cal y canto simplemente por mantener amistad con su recien archienemigo. La muy pécora fue llorándole a su amigo de recursos humanos, literalmente, contándole una historia que en nada tenía que ver conmigo, pero en la que puso mi nombre y apellidos sobre la mesa. Ni más ni menos que había abusado de su confianza, que habíamos empezado a compartir cama, pero que le estaba poniendo los cuernos con una zorra malnacida que, para colmo, esta quería pisarle el ascenso, y que quien se lo estaba negando era mi amigo el del plasma. Especialmente, las lágrimas hicieron su efecto pernicioso, acompañadas por un halo maternal de delicadeza y debilidad que la hacía ser la persona más vulnerable sobre la tierra. ¿Quién no podría creer a alguien tan frágil derramando unas lagrimitas por un desalmado como yo?
No contenta con todo ello, persiguió mis movimientos, y los de todos los que tuvieran que ver con mi vecino, y cercenó todos los trabajitos audiovisuales que me procuraba al margen de la productora de televisión. Desconozco cómo lo hizo, pero, a fuer de ser sincero, imagino que la táctica empleada parecía ser idéntica y los resultados calcados.
Aquel ciclón, que empezó húmedo y fresquito, acabó arrasando mis medios económicos por parte audiovisual y también lo hizo por la parte hostelera. En principio, por aquel entonces, ella no tenía ni idea de que trabajaba en aquel restaurante, aunque (y eso lo supe después), al parecer, sin tener la más remota idea, acudía a almorzar al menos una vez por semana precisamente donde trabajaba. Un infausto día me vio salir por la puerta de servicio para echar un cigarrito, justo frente a donde ella tenía casualmente aparcado su coche. Yo no la vi, pero ella a mí sí. Pude saber que le soltó al dueño del restaurante el mismo cuento que al de recursos humanos de Globomedia. Me quedé sin trabajo quince días después. Sin explicaciones, sin acritud, sin ambages,... finiquito y puerta. A posteriori, mi segunda de cocina, con la que mantenía muy buena amistad y relación laboral, quedó un día conmigo para tomar unas birras y me contó lo sucedido, que había tomado las riendas del restaurante en mi lugar y que mi «amiga» solía dejarse caer más de un día a la semana, quizá como compensación a la colaboración de mi marginalidad.
Lo único que me mantenía en pie anímicamente era la poesía, la lectura, y el día diez de cada mes que llegaba a mi cuenta bancaria la prestación por desempleo. Tenía esperanzas en ese libro de relatos que en poco tiempo estaría en la calle.
Me llegó una llamada de teléfono de mi editor, «el circunspecto nostálgico». Quería que nos viésemos para que le echara un vistazo a la galerada que tenía recién calentita en sus manos. Quedamos en el mismo café. Aquel día, el local parecía más acogedor y bullía en humanidad. Entre medio de aquel jaleo, hablábamos y miraba y remiraba esa copia de prueba. Emocionado, le pregunté que para cuando saldría a la venta. En principio, me pidió que lo revisara. Acabamos nuestras respectivas cañas con unos torreznos que aquel café bar los tenía deliciosos y crujientes.
Lo releí de cabo a rabo. Una y otra vez, corregí algunos defectos de forma en la sintaxis de algunas oraciones. Algunos errores orotipográficos y poco más. A los pocos días, lo llamé yo por teléfono. Parecía contrariado, tembloroso, en cierta medida diría que asustado. Tartamudeaba con cierta torpeza en cada frase. Incluso confundía las palabras. Me dijo, en resumen, que no era posible seguir con la edición del libro. Al parecer, otro joven, con más currículum que yo, con más premios que yo, con más caché que yo, con más amigos que yo y con mas influencias que yo había aparecido también para publicar y que su libro tenía que salir al mercado en las próximas semanas. Luego supe que, en parte, mintió descaradamente; solo quiso quitarme de en medio por influencias externas. Sin más explicaciones, tras el opaco muro del teléfono, con una sensación de impotencia fuera de toda órbita, me dio largas. No quiso ni dar la cara. Ni siquiera mirarme a los ojos con un café como testigo mudo del porqué. Me quedé a las puertas de poder publicar los relatos. Apaleado, desnudo y hambriento como un cachorro en un invierno desangelado, preludio de primavera.
Lo releí de cabo a rabo. Una y otra vez, corregí algunos defectos de forma en la sintaxis de algunas oraciones. Algunos errores orotipográficos y poco más. A los pocos días, lo llamé yo por teléfono. Parecía contrariado, tembloroso, en cierta medida diría que asustado. Tartamudeaba con cierta torpeza en cada frase. Incluso confundía las palabras. Me dijo, en resumen, que no era posible seguir con la edición del libro. Al parecer, otro joven, con más currículum que yo, con más premios que yo, con más caché que yo, con más amigos que yo y con mas influencias que yo había aparecido también para publicar y que su libro tenía que salir al mercado en las próximas semanas. Luego supe que, en parte, mintió descaradamente; solo quiso quitarme de en medio por influencias externas. Sin más explicaciones, tras el opaco muro del teléfono, con una sensación de impotencia fuera de toda órbita, me dio largas. No quiso ni dar la cara. Ni siquiera mirarme a los ojos con un café como testigo mudo del porqué. Me quedé a las puertas de poder publicar los relatos. Apaleado, desnudo y hambriento como un cachorro en un invierno desangelado, preludio de primavera.
Como dije al principio, he sufrido varias veces a lo largo de la vida las consecuencias trágicas de la enfermiza soledad de algunas personas, y quizá por ello me hice inmune a las críticas del mismo modo que a los halagos: estos últimos suelen venir como prólogo de aquellas. En la pasada cena navideña, «Belu», apelativo inocente y frágil del nombre de la compañera de mi amigo el del plasma, regalaba carantoñas, halagos, risas y zalemas por doquier... a unos perfectos desconocidos que no tenían donde caerse muertos. Con su apariencia frágil y bondadosa, te obligaba a dudar de ti mismo al pensar que aquella delicada flor era capaz de ahogar la vida de cualquier persona por el simple hecho de no bailar el agua que ella domaba. Me regaló la estabilidad que había perdido y en su mundo de fantasía creyó que le debía la vida y la lealtad, como si este que les habla fuese un lacayo de siglo XII y, en pleno oscurantismo, debía entregarle mi vida en sacrificio.
Belu se aferraba a un puesto directivo al que aspiraba desde hacía tiempo y el bueno de mi amigo SONY le negaba por su manifiesta incompetencia para el cargo. Era buena en sus labores de relaciones públicas para atraer inversores, pero nada más. Y así se lo hizo saber. En vista de que no pudo hacer nada para arañarle siquiera, fue a la busca y captura de su entorno más cercano para hacer daño. Su sobrino se iniciaba en esto de la escritura y, todo hay que decirlo, era bueno..., y también el que ocupó mi lugar en la editorial. Y sí, lo pueden adivinar ya: era ese hijo de un muy amigo del editor que era jurado en aquel certamen de relatos en el que participé. El cómo supo Belu que estaba a punto de que me publicaran ese libro es y será todo un misterio para mí, aunque los mecanismos que ofrece la vida para que todo encaje siempre son y serán inescrutables.
Antes o después, todo se sabe. Decidí salir de Salamanca y poner rumbo al litoral marbellí, donde me salió una oportunidad para regresar a Málaga y comenzar nueva vida en todos los sentidos: antes de partir, tiré al contenedor de la basura todo cuanto escribí, y cuantos archivos audiovisuales hice o participé acabaron desintegrados. A toro pasado, evidentemente, me arrepiento, pero nunca nada de lo que sucede en la vida es casual, sino causal. Cometí el error de ceder de ese modo ante el chantaje y me prometí, cuando supe ver las cosas con distancia y conciencia, que jamás me achantarían unas lágrimas ni la apariencia de una delicada flor que busca entorpecer la vida de otras personas. Todo tiene siempre en la vida consecuencias colaterales, para bien o para mal, como dije al principio.
Llegué en primavera a Málaga, me llamó mi vecina Pretty Woman para contarme y ponerme al loro de cuanto sucedió en esos meses y yo no supe hasta aquel instante. El tiempo pone en su debido momento las cosas en su sitio. Al igual que lo hizo con Belu, que por su propia ceguera no pudo ver que pisó un charco más profundo de la cuenta y embarrizó todo su atuendo delicado y frágil, se puso perdida de lodo hasta la coronilla, quedó desnuda frente a la realidad y perdió todo por cuanto luchó y por lo que aspiraba. Y, ¿por qué tuve que regresar a Málaga? Esa es otra historia... Lo cierto es que al reclamo del sol en primavera, las flores brotan de sus raíces y, buscando el calor tibio de la luz, abren sus pétalos para abrazar a la vida y ofrecer todo su esplendor. ¿Qué más se puede pedir?*
*Segunda parte de un cuento de invierno, publicado en el libro de relatos solidario IMPACTOS.
© Daniel Moscugat, 2018.
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