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LAS DOS CARAS DE UNA MONEDA


Lo conocí gracias a una moneda. Un euro que se le cayó al suelo cuando iba a insertarlo en la máquina expendedora de tabaco. Tras rebotar en el suelo y retorcerse sobre su eje centelleando mil piruetas, llegó a mis pies. Una moneda que recogí a tiempo antes de que la gitanilla pedigüeña del pueblo la succionara. «Aaay, qué mal fario, payo. Vete a freír colillas, si no pudéis fumar, que sois payos renacuajos toavía», me dijo. Devolví la moneda a su legítimo dueño. Bastó un roce de su mano con la mía para intercambiar sonrisas, miradas, palabras... Éramos adolescentes. Acabábamos viéndonos a diario en un discreto banco del parque y dimos rienda suelta a las revoltosas hormonas mientras fumábamos y nos besábamos a escondidas. Quisimos sellar nuestro incipiente, incomprendido y prohibido amor tatuando, con ese euro que nos unió, un corazón que alimentamos con nuestras iniciales. Horadamos la madera de aquel rinconcito apartado del mundo para dejar constancia de nuestra eterna existencia; un refugio que se dejaba abrazar por la sombra de un árbol centenario. No éramos los únicos que encontraban cobijo por entre la frondosidad de aquel parque. Otras parejas venían a refugiarse por los bancos más discretos, como nosotros. Todos íbamos a fumar y freír colillas al parque...

En cierta ocasión apareció por allí a pedirnos algunos céntimos la gitana pedigüeña, sonriente, la pobre andaba mal del carburador, de tal manera que contagiaba con sus palabras ese vírico mal de azotea. Negamos tener un solo euro encima, aunque en realidad sí que llevábamos algo suelto. La gitanita se molestó, porque intuí que vio en la mano de mi amor el euro talismán que nos unió y con el que solía juguetear en la mano. Nos echó una maldición: «Mal rayo os parta, payo. Así acabes arrastrándote por el zuelo friendo colillas», le espetó. Y ahí quedó la cosa.

A los pocos días, una tormenta seccionó y abrasó el árbol centenario que nos cobijaba, cayendo sobre nuestro lecho emocional y partiéndolo en dos, incluido el tatuado corazón. Dos días después de aquello, no supe más de ese amor de adolescencia. Hasta el día de ayer, que me contaron que andaba sin descanso por el patio del frenopático donde busca colillas incansablemente con la intención de freírlas para el almuerzo. Fue como si una rama de aquel árbol hubiera horadado su inicial en el corazón de aquel banco y lo hubiera trastornado de por vida.

Qué capacidad de contagio llevaba en la saliva aquella cabra loca pedigüeña. Y asombroso el poder que tiene el dinero para cambiarte la vida, tan solo una moneda... A cara o cruz. Quizá nada de aquello hubiera sucedido si la gitanilla se hubiera quedado con el euro que serpenteaba por el suelo hasta llegar a mis pies. A veces depende de qué lado de la moneda cae la suerte… Y quizá aquella vez estuvo de mi parte.


© Daniel Moscugat, 2017. Todos los derechos reservados.

Comentarios

  1. Si la veo cerca, en parque, no paro de correr hasta Budapest. Me ha encantado

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