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PARÁSITOS

Cada cosa que vemos o hacemos en la vida actúa como un engranaje de esta noria que llamamos vida. Hoy por hoy, cumple con su función este puzle con mucho más ahínco que antaño gracias a la aparición de las redes sociales: esos patios vecinales universales, ese gran hermano que controla a todos y sustituye artificialmente muchos aspectos que antes ocupaba la vida real. No obstante, para que las piezas encajen, necesita lubricante, rozamiento y movimiento. Y estas premisas se aprecian cada vez menos, decrece cuanto mayor tiempo pasamos ante la pantalla.

Déjenme mencionar una de las definiciones que ofrece el Diccionario de la Real Academia para la palabra «parásito»: 4) Persona que vive a costa ajena. Hace unas semanas leí en un periódico local, como noticia destacada, el desembarco en la ciudad del casting para un famoso reality. Me llamó la atención el tratamiento de la noticia, y el interés desorbitado al susodicho reality en cuestión. Una noticia copada por su carácter embarazoso y con el aval que ofrece sus cuotas de audiencia. Me da pena que se amparen estas aberraciones en lo que se presupone que es prensa seria y, sin embargo, los autores literarios, músicos, plásticos, etc., que dan sus primeros pasos, conocidos por amplias minorías o ayudados por celebridades que andan por el final del sus trayectos, o desconocidos en general por el gran público, pero quieren abrirse hueco entre esas amplias minorías, tengan que luchar contra la indiferencia de esa supuesta prensa seria, tengan que pasar por caja por 150 palabras y se aboquen a apostar con la mayor de sus riquezas (el tiempo) para promocionarse y regalarnos (literalmente) sus inquietudes intelectuales, con el coste económico que les acarrea en la mayoría de las ocasiones mostrar su creación en público. En fin, de lo que se trata en el fondo es de vender periódicos. Pasa igual con las librerías y todavía se les llama «templos de la cultura», cuando la diferencia entre esta y una charcutería solo es el producto... Visto lo visto en estos tiempos que corren, carnaza para zombis.

Y con esa idea rondándome la cabeza caminaba por calle Bolsa en dirección a Larios para llegar a la plaza de las Flores, donde había quedado citado para tomarme unas cañas en una de las múltiples terrazas que dejan sin espacio la circulación habitual del transeúnte en otros tiempos mejores. Tal que así, podría decirse que actúan en buena medida como parásitos que entorpecen y molestan el flujo sanguíneo de la circulación, embruteciéndolo con ese colesterol mantecoso que no deja síntomas apreciables, pero favorece la consiguiente formación de pequeños trombos, infartando el sosiego y tranquilidad del plácido viandante, y peor aún, de los vecinos. De soslayo veo en la esquina de calle Don Juan Díaz, junto al soportal de la vieja numismática, un fotógrafo que porta una extraordinaria réflex digital con un teleobjetivo cuatro veces más costoso todavía que la propia cámara. El fulano era un tipo como cualquier otro: vaqueros, sudadera añil, zapatillas deportivas gastadas, rechoncho y de rostro sanguíneo. No obstante, llamaba la atención de los que pasaban junto a él por sus continuas ráfagas al son de un Kalashnikof. Sonreía con cierta malevolencia tras cada disparo, cual francotirador al atinar con su objetivo, sabedor que le reportará, además, pingües dividendos. Los ojos querían salírsele de las cuencas y sus pupilas brillaban con el nítido símbolo del euro tintineando a golpe sumatorio en la caja registradora. Algunos turistas nacionales sentados a la sombra del Señorío de Lepanto hablaban de que el menda disparaba al famoso de turno que estaba sentado con su querida madre en la terraza de un restaurante. Veo que en torno a la mesa donde se sienta el impostor o aprendiz de famoso se forma una especie de trombo que aumenta en tamaño a medida que interrumpe la circulación. Al parecer, uno de esos concursantes del aclamado programa de televisión y parte de las legiones de seguidores que acumula infartaron definitivamente el flujo sanguíneo de aquella arteria conocida como calle Bolsa. Selfis para Instagram, Facebook, Twitter… y selfis y más selfis...

Como siempre, estas cosas, que no por cotidianas dejan de ser excepcionales para mi pobre entendera, me dejaron pensando un buen rato. Todo lo que atañe a nuestras vidas tiene un precio, y no tiene por qué ser forzosamente una tasa económica. Aunque lo parezca, no intento ser pretencioso, solo me ajusto a la realidad... Y el precio a pagar no tiene por qué ser cuantificable materialmente.

Pocos días después de aquel incidente del paparazzi ametrallando al famoso de turno, me sorprendió una conversación mientras viajaba en el bus urbano. Dos adolescentes hablaban sin prejuicio alguno y en un tono de voz que quedaba muy lejos de ser discreto; imposible abstraerse de las risotadas, gritos y jaleos varios entorno al dichoso famoso del reality en cuestión. Relataban sus hazañas y las de sus enemigos en el programa de televisión: que si fulano jaleaba, cuando zutano se había colocao, que mengana estaba «enferma» (mal de la cabeza), que si fulana era una «muertahambre»… A juzgar por los índices de audiencia, todo el mundo parece conocerlos, para bien o para mal, sea porque sigue las emisiones semana a semana, día tras día en las redes sociales, o porque conocidos o amigos comentan todas las jugadas a diario. Lo que despertó mi interés fue la frase que esputó una de ellas: «…es que aquel día parecía aquello un corralón». Supongo que no era consciente de la verdadera medida de lo que significaba siquiera aquella palabra en la intrahistoria de esta y de las muchas ciudades y pueblos de la geografía nacional, especialmente de la andaluza. Pero lo cierto es que a día hoy, a pesar de que todo el mundo exhibe sus vidas e intimidades sin pudor por doquier, nadie conoce a nadie, en realidad, y todos estamos sujetos a la mercadería simulada del gran hermano de un modo u otro, en todas las redes sociales habidas y por haber.

Y así, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende: tanto los que les siguen como los que les empujan y, sobre todo, los que les aúpan en las plataformas tanto televisivas como informativas; sin dejar escapar entre ellos a la prensa «seria», que suele beneficiarse del hospedaje del parásito sin pudor alguno. Pero a pesar de que viven, cada cual a su manera, a costa de otro de distinta especie, va minando su salud y a su vez la del entorno que tiene a su alance, depauperándola tal vez, pero sin llegar a matarle, porque es su subsistencia. Parásitos todos, al fin y al cabo, como seres inamovibles, vagos, pendencieros y sin escrúpulos. Una función que no interrumpe el curso natural biológico de las especies.

No obstante, en lo personal, voy en la cuerda de Michael Caine por lo que dijo en cierta ocasión en una entrevista: «los paparazzi son los únicos parásitos de la historia de la biología cuyo único objetivo en la vida es destruir su única fuente de alimento». Lo que forma un trombo en el flujo de serotonina de mis neuronas es que todos estos parásitos; los parásitos que les pagan, y los parásitos que se alimentan a su vez de esos parásitos; también se alimentan de esos otros parásitos que viven de la fama que aquellos les proporcionan con sus dentelladas. Y así, poco a poco, el mundo se va llenando de más zombis intelectuales y sociales que se alimentan de la carnaza global, hasta que algún día nadie recordará nada porque los parásitos acabarán con su única fuente de alimento. Sospecho que esa será una de las razones que extinguirá a la humanidad de la faz de la tierra. Y el único antídoto para evitar la extinción sigue siendo los libros... y no precisamente los de Belén Esteban o Mariano Rajoy. 


© Daniel Moscugat, 2025. Todos los derechos reservados.




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