Pocas cosas me sorprenden de la sociedad que construyen a la orilla de nuestros dominios y que permitimos que se nos cuele por las rendijas de nuestra conciencia. Es tal el nivel narcótico que impregna todo cuanto llega a nuestras fauces que apenas si consigue inquietarme cualquier cosa por inverosímil que sea. Ya tengo las espaldas encallecidas de tantas puñaladas a la espalda... y, aún así, a veces se filtran falsos profetas que acaban por clavarte una astillita más, igual da que sea en apenas cinco días o en cinco años, que solo ayuda a que dejes de creer un un poquito más en todo lo divino y humano. Apenas me quedan las reservas ya para seguir adelante...
La vida es en sí misma una droga dura de la cual es difícil desintoxicarse y por ello todos vamos directos al camposanto antes o después; nos consumimos por sobredosis: siempre nos quedarán cosas por vivir. Y el hecho de no asumirlo nos empuja inconscientemente a creer en una efímera eternidad. Puede incluso que, hasta por el hecho de que esté escribiendo esto, se me excluya de los idiotizados del mundo, aunque, a fuer de ser sincero, de esa mácula nadie escapa del todo.
Vivimos sumergidos en un nivel de indolencia e hipocresía capaz de preñar de plástico todo el mar de agua del que estamos hechos. Apenas pestañeamos, olvidamos lo sucedido hasta que alguien lo recuerda de pasada a la sombra de unas tapas en el bar virtual de Facebook o Instagram, regadas con una refrescante cerveza cibernética que nunca paladearemos de cuerpo presente... y ahí queda todo: la vecina sigue invirtiendo en plástico para su cara y sus curvas y seguimos utilizando plástico hasta para beber agua. Normalizamos todo cuanto caiga en nuestras manos desde las redes sociales. La misma muerte, por ejemplo, cuando cada cual expande como un virus con el tacto de un dedo, con el fin de predicar sobre el dolor y que al final permanece inerte en esa misma orilla de lo virtual que linda con la realidad y que nunca trasciende más allá de ahí. Apenas aparece un nuevo aliciente, la realidad ha caducado.
Sucede con todo lo que ocurre en nuestra vida (cuando digo «vida» me refiero al primer mundo, y también al segundo, el tercero padece ya de por sí un infierno del que resulta imposible salir tal y como está diseñada la dinámica actual de belicismo, nepotismo y consumo). Alguien tiene éxito, y afilamos los colmillos para ignorar su felicidad como lágrimas en la lluvia que cae sobre la isla Perejil. Si por otro lado cierran las fronteras de todo un país por alerta de epidemia, ni siquiera prestamos atención a las noticias porque dejamos que suene de fondo mientras acabamos el plato de comida que aquellos que sufren en aquel país remoto jamás podrán catar. Un afamado músico que nunca hemos escuchado fallece, y nos apresuramos a compartir la noticia con fervor con tal de dejarnos llevar por la corriente de todas las redes sociales a las que estamos suscritos, sin dejar de lamentar la pérdida al compás de tal o cual canción... que nunca hemos escuchado y olvidaremos antes de que salga el sol o un gallo cante tres veces. Todo cuanto se toca está sujeto al exhibicionismo del que más sabe, del que más bonito lo dice, del que más impresiona... lo que antaño a las redes sociales llamábamos «postureo» y que se ha normalizado hasta el punto de que todo cristo lo practica sin pestañear antes de decir «yo no lo hago, yo solo comparto».
Eso mismo... Compartimos todo cuanto sucede a nuestro alrededor, idealizando hasta la extenuación cuanto pueda captar nuestra cámara, preñando de filtros cada pixel para enmascarar así la realidad de tristeza y desamparo que nos abruma a diario... todo ello sin asumir que es la norma básica que habita en las ideas de Marx y Engels y que aprovechan los más acérrimos opositores a estos. Aprovechando que el Guadalquivir pasa por Sevilla, qué decir de las ideas políticas, que han entrado en una guerra inaudita sobre la paleta de color amalgamada de la idiotez, tan abigarradas que la imagen de una anciana rebuscando en la basura sirve de arrojo venenoso a izquierda y derecha para reivindicarse; y, sin embargo, ambos extremos se abrazan en el mismo espacio de inacción, porque ninguna de las partes consigue remediar que continúe sucediendo cualquier tragedia humanitaria. Les interesa tener armas arrojadizas que alimente la voracidad de sus fieles; el odio y el rencor hacia algo tan intangible y superfluo como una idea contraria: se odia el continente, no el contenido. ¿No es del todo absurdo? Tiene explicación. Amamos cuanto vemos, no lo que habita en el interior; amamos el papel que envuelve el regalo, no el regalo en sí; es tan absurdo que hasta en las aplicaciones de segunda mano venden las cajas bonitas y los envoltorios especiales de los teléfonos, bolsos o zapatillas deportivas como objetos de valor intrínseco. Las ansias de apariencia prevalecen sobre lo real y por eso somos capaces de comprar un objeto con tal de que nos lo presenten en esa caja tan bonita donde va guardado, aunque el objeto tenga nula utilidad.
Y en la cúspide de todo lo que nos va ahogando y nos impide luchar para emerger a la superficie tenemos a ciertos animalillos que van mostrando día a día sus inauditas e incalificables habilidades, lo ostentoso de sus vidas ficticias o lo más magro de su complexión con el simple objeto de exhibirse en esa carnicería que solo existe en la ensoñación de quienes les imitan, que aspiran a tener una vida que nunca tendrán y acaban copiando esos modus operandi de la fauna intrépida de las redes sociales. Ya desde pequeñitos permitimos incluso que admiren en sus tabletas cómo juegan otros de su edad en un duelo en el que solo en sus sueños ganarán; circunstancia esta que inculcará en sus cabecitas cómo ser de mayores todo un bufón medieval moderno, al que se le ha dado por denominar influencer, anulando así el bastión artístico universal de un niño: la imaginación. Se construye desde esa perspectiva una sociedad que no crea y solo copia patrones. De ahí la necesidad imperante que ha producido con tanta fruición el estallido de la tan manida IA, con la que acabaremos por anular las tareas más sencillas e ingratas del día a día y nos harán esclavos de su voluntad; tiempo al tiempo; lo ha vaticinado Bill Gates (y de esto sabe un poco): la IA terminará suplantando el 80% de las actividades del ser humano en diez años...
Y en la cúspide de todo lo que nos va ahogando y nos impide luchar para emerger a la superficie tenemos a ciertos animalillos que van mostrando día a día sus inauditas e incalificables habilidades, lo ostentoso de sus vidas ficticias o lo más magro de su complexión con el simple objeto de exhibirse en esa carnicería que solo existe en la ensoñación de quienes les imitan, que aspiran a tener una vida que nunca tendrán y acaban copiando esos modus operandi de la fauna intrépida de las redes sociales. Ya desde pequeñitos permitimos incluso que admiren en sus tabletas cómo juegan otros de su edad en un duelo en el que solo en sus sueños ganarán; circunstancia esta que inculcará en sus cabecitas cómo ser de mayores todo un bufón medieval moderno, al que se le ha dado por denominar influencer, anulando así el bastión artístico universal de un niño: la imaginación. Se construye desde esa perspectiva una sociedad que no crea y solo copia patrones. De ahí la necesidad imperante que ha producido con tanta fruición el estallido de la tan manida IA, con la que acabaremos por anular las tareas más sencillas e ingratas del día a día y nos harán esclavos de su voluntad; tiempo al tiempo; lo ha vaticinado Bill Gates (y de esto sabe un poco): la IA terminará suplantando el 80% de las actividades del ser humano en diez años...
Sentimos la urgente necesidad de identificarnos con etiquetas o que somos o pertenecemos a algo o a alguien, curiosamente en una era marcada por ofrecernos de manera ominosa la apuesta personal por la libertad y la independencia: palabras tan prostituidas ya y tan malinterpretadas que carecen de valor ético y moral. Compra el producto, conduce el coche, adquiere la casa..., y siéntete libre como un pájaro, como si la libertad tuviera alas. Esa libertad, cualquiera de las libertades, tiene siempre un precio, el precio que nadie te revela hasta que te toca pagarlo... y luego llegan los lamentos, claro. Bob Dylan plasmó todo su significado entre signos de interrogación: «¿Acaso los pájaros no son prisioneros del cielo?». Sumamos etiquetas para identificarnos en cualquier lugar del mundo. Nos han inculcado que globalizar todo cuando sucede en cualquier rincón nos hará más libre y en realidad nos ha hecho caer en una esclavitud cuasi perfecta, sin necesidad de cadenas ni verdugos con látigos. ¿Acaso la inmensa mayoría de mortales no trabajan desde el móvil o la tableta en su período de vacaciones o descanso? Desconéctate, perderás el empleo...
Siempre creí que la poesía sería el único instrumento capaz de cambiar las cosas, todas estas cosas. En mi inmensa ignorancia ya solo soy capaz de creerlo de manera utópica, porque solo se pueden cambiar las cosas en uno mismo, no en los demás; la poesía de hoy, la que alientan tanto críticos como intelectuales y sobre todo editoriales, se está ahogando en la misma orilla en la que se ahoga todo lo que nos incumbe como seres vivos, se ha alejado una inmensidad de su utilidad primordial: reflexión, metáfora, sentido: imitación de la naturaleza. Basta una simple ocurrencia ideada desde la escatología matutina sentado en la taza del váter, apoyada por cientos, si no miles de borregos amaestrados en esas lides del deseo de las vidas ajenas, para que, como una plaga, se expanda ese mensaje erróneo por doquier, hasta llegar a las plataformas editoriales más mediáticas, que luchan por esos adalides de la escatología para hacer caja con ello, nunca para hacer cultura.
En la poesía se concentra el universo en breves palabras. Una amalgama de reflexión que alberga tanta trascendencia que tanto el mensaje como lo escrito confluyen en un mismo plano, dando a luz una realidad universal. El poeta no tiene por finalidad comunicar un pensamiento, sino despertar en los demás un estado emocional en el que nazca un pensamiento análogo (pero no idéntico) al suyo. La «idea» desempeña (en él como en los demás) tan solo un papel parcial. Así reflexionó Paul Valéry y es totalmente lo opuesto a lo que nos han inculcado en estas últimas décadas: la idea es el papel primordial y el estado emocional que surge como consecuencia es tan solo algo secundario; tanto que se premia la estética y no así la consecuencia universal de la poesía: el estado emocional que da como resultado una reflexión. Nos han inculcado de un modo pertinaz que debemos amar el continente, no el contenido. Uno llega a oír incluso cómo hay quien se decide a comprar un libro por lo bonito que es.
Tal es así que hasta a ciertos elementos cuasi analfabetos de la sociedad se les considera adalides del abismo (entiéndaseme este axioma desde el punto de vista filosófico y no semántico) y, por extraño que parezca, hasta prestigiosos poetas y catedráticos de postín se apresuran a auparlos a la categoría de gestores de una cultura de la que carecen. Dicho así, dan la impresión de ser capaces de vender a una madre por salir en una foto para que se viralice su presencia por doquier a cambio de prostituir la verdadera esencia de la poesía: despertar estados emocionales con capacidad de hacer brotar vida en ese estado de reflexión permanente al que obliga, o lo que es igual, concentrar el universo en unas pocas palabras: la trascendencia. «Nos seguirán porque salimos en la foto con fulano y mengano, ¡qué privilegio!», he llegado a oír.
Tal es así que hasta a ciertos elementos cuasi analfabetos de la sociedad se les considera adalides del abismo (entiéndaseme este axioma desde el punto de vista filosófico y no semántico) y, por extraño que parezca, hasta prestigiosos poetas y catedráticos de postín se apresuran a auparlos a la categoría de gestores de una cultura de la que carecen. Dicho así, dan la impresión de ser capaces de vender a una madre por salir en una foto para que se viralice su presencia por doquier a cambio de prostituir la verdadera esencia de la poesía: despertar estados emocionales con capacidad de hacer brotar vida en ese estado de reflexión permanente al que obliga, o lo que es igual, concentrar el universo en unas pocas palabras: la trascendencia. «Nos seguirán porque salimos en la foto con fulano y mengano, ¡qué privilegio!», he llegado a oír.
Quizá sea ese el quid de la cuestión por el cual todo el mundo parece haber tomado un interés desmedido en hacerse poeta, o incluso escritor: propagar su popularidad con aquestos adalides del postureo y viralizar esa aureola. Es la realidad: la poesía se ha transformado en un mero adorno que decora los muros infinitos de las redes sociales. «Porque vivimos a golpes, porque apenas sí nos dejan / decir que somos quienes somos, / la poesía no puede ser sin pecado un adorno», escribió Gabriel Celaya (La poesía es un arma cargada de futuro). Un adorno sin un claro futuro que parece morir en su misma orilla. Porque «morir es no estar nunca mas con los amigos», apuntó Gabo. Y la poesía, más que ser un elemento vinculante, se ha convertido en excluyente, y, por tanto, elitista e impoluto, que no toma partido por nada ni por nadie y ni tan siquiera es capaz de mancharse las manos. Podría decirse que ha dejado de ser un alarde de valentía, es todo lo contrario.
En la orilla de mis dominios yo solo quiero y deseo que habite la amistad al cobijo de cervezas, vinos, tapas, cenas, buenas charlas, mejores reflexiones y, cómo no, abrazos y cariño. Esa orilla es un lugar donde escuchar, es un instante eterno y ayuda a desoír el ruido que perece donde desfallece todo a día de hoy. A modo de profecía decían los versos del poema de Celaya que mencioné antes: «Estamos tocando fondo. / Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse». Hay que tomar partido hasta desfallecer en la orilla, donde siempre estarán los amigos esperando para ayudarnos a tomar aliento y ponernos en pie. Y si alguna vez no los hallamos cuando nos desplomemos desfallecidos sobre la arena y casi sin aliento, entonces habremos muerto un poco más. Porque tan cierto como escribo estas últimas líneas, ser honesto y enfrentarse con dignidad y verdad a todo cuanto ha quedado atrás en esta reflexión te pone en entredicho ante un pelotón de fusilamiento, y los muros de las lamentaciones acaban repudiándote y empujándote a un mar de despecho y desprecio con el único fin de que mueras en la orilla solo. No hay nada más frustrante para todos esos falsos profetas que no alcancen su objetivo.
© Daniel Moscugat, 2025. Todos los derechos reservados.
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