En la antigua Grecia, los ciudadanos atenienses tenían que superar una especie de examen bastante riguroso donde, entre otras cosas, debían demostrar su capacidad intelectual y nivel de comprensión (paideia). Esta participación en la democracia, una vez acreditada, era además participativa, esto es, que la participación ciudadana obligaba a estar al tanto de la vida cultural y política de la ciudad para poder contribuir de la Asamblea del Pueblo. Bien es cierto que había colectivos excluidos de este privilegio: esclavos, mujeres, ciudadanos con deudas, menores de 30 años, no inscritos en el censo de registro de ciudadanos... En definitiva, el voto de todo el mundo no valía lo mismo. Lo que quedaba claro es que los que que ostentaban el derecho al voto debían de tener un interés por la cosa pública y demostrar un conocimiento de la problemática de la ciudad y aportar soluciones en las correspondientes Asambleas del Pueblo. El ciudadano ateniense debía tener conocimiento de causa e interés por mejorar lo público.
Bien es cierto que esto era bastante excluyente, dado que las mujeres o ciudadanos, por ejemplo, que tuviesen deudas tenían vetado el derecho al voto, también los esclavos... Lo cual significa que en los parámetros actuales sería necesario actualizar estos conceptos e incluir a todos los colectivos que componen la sociedad. No obstante, personalmente siempre he sido partidario y defensor de este sistema de filtrado para obtener derecho al voto. Eso de que cualquier hijo de vecino, por le hecho de cumplir 18 años de edad, pueda ir a depositar un voto sin saber dónde tiene la cara, me parece aventurado como poco, tal y como estamos comprobando en los últimos tiempos la deriva del sufragio universal. No concibo, aun a riesgo de que me acusen de clasista o elitista, cómo puede ser posible que el voto del vecino de turno que ni siquiera sabe dónde desemboca el Duero o con qué provincia hace frontera Cuenca tenga el mismo derecho al voto que Emilio Lledó o Javier Sádaba. Y, además, creo firmemente que cada ciudadano con aspiraciones a votar debería pasar un test de conocimiento previo de los programas electorales de todos los candidatos y, por supuesto, un test psicotécnico de mínimos de comprensión lectora y capacidad intelectual, no digamos ya una base de concienciación por lo público y la problemática de su comunidad ciudadana para mejorarla, como en la antigua capital helena.
A colación de la sentencia sobre Marine Le Pen, causa que utilizo como ejemplo, condenada por corrupción a años de cárcel, multa e inhabilitada para gobernar hasta la comunidad de vecinos (siguiendo la estela y el buen ejemplo de Sarkozy), convergen prácticamente todos los debates de nuestro tiempo, incluido el que acabo de prologar. Un tiempo de zozobra constante y de mentiras que por el simple hecho de que ciertos sectores las repiten hasta la saciedad llegan a parecer verdad porque suenan razonables al perder la trascendencia de mentira disfrazada. Un señor como Donald Trump, presidente de los iuesei, condenado varias veces por la justicia, y que el cargo que ostenta le ha concedido la venia de no entrar en prisión, opina sobre esta injusticia victimizándose y ayudando a victimizarse a la susodicha aspirante a la presidencia francesa de haber sufrido «persecución política». Se lleva al extremo de confundir un juicio político con el real, un juicio por corrupción por derivar la pasta que debía ir a ciertas acotaciones políticas y que acaba por evacuar en otros fines fraudulentos. Práctica lógica y habitual, por otra parte, entre los autócratas, eso de hacer doble lectura falsa, victimizarse y sentirse dianas de los demás al verse perseguidos políticamente en su lucha por salvar al pueblo (sic).
El problema real que normalizamos por el bombardeo fraudulento de la prensa populista y aparentemente seria, con la inestimable ayuda de los replicantes de las redes sociales, es que estos autócratas, así como el de Hungría o Argentina, o empresarios multimillonarios con aspiraciones a controlarlo todo a través del ojo del Gran Hermano, que van por la vida disfrazados de demócratas, se valen del voto baldío de quien repudia de lo público y practican el odio como gasolina para quemar cualquier idea que contradiga su estructura sacramental. Esta es la impronta inicial del ánimo de quienes quieren todo el tiempo que los sistemas del poder judicial y el estado de derecho no funcionen o estén representados por ellos mismos como el paradigma de la verdad y de su autocracia. Esto tiene como fin el paraíso para estos fanáticos narcisistas. Marchar hacia la autocracia pura, como lo es en estos momentos la reconversión democrática en Estados Unidos. Pero ahí tienen también la autocracia influyente de Rusia, la incipiente Hungría o la emergente Argentina. Autócratas todos vestidos de nacionalsocialismo. El derecho constitucional son y o representan ellos...
El problema de fondo, más allá de cualquier problema de índole judicial, es el estado de derecho, la democracia, dado que está en juego la protección de nuestra integridad como individuos frente a ilustres personajes que aprovechan lo que no es suyo para apropiárselo, como si el voto popular le diese el permiso necesario para avasallar y vilipendiar lo que es de todos y convertirlo en un coto de caza privado, supeditado a la voluntad particular de un parecer particular.
Gran parte de culpa recae en confundir o darle caracter de democracia a lo que no lo es. Sobre todo a las ideas: el nacionalsocialismo no lo es, el fascismo no lo es. Y sobre todo, creer que una democracia debe tolerarlo todo, y ese gran error permite que estos parásitos que se inician como grupúsculos aislados, actúan como un cáncer en el organismo vivo del estado de Derecho, que nutriéndose de los resortes que proporcionamos todos los ciudadanos, acabamos por crear un monstruo cancerígeno que acaba por dinamitar la salud de quienes sí creemos que lo público nos salva de la tiranía de lo privado.
Estamos ya en un tiempo en el que Europa necesita de una refundación para tener claro qué queremos ser de mayor. Porque la amenaza de Francia, que está a dos años de un matchball, que ya ha salvado por los pelos Alemania y en España estamos al borde del precipicio al igual, nos indica que nos hallamos al borde del precipicio tal y como lo estábamos hace cien años; y es evidente que repetimos jugada porque no aprendimos nada. Esta crisis de erosión de poderes, que se transmuta en prácticamente todos los estados, visualiza el hecho de la falta de respeto que se tiene por el estado de Derecho. Toda la raíz de estos hechos vienen precisamente como resultado de la dinámica de reventar el debate público con el bombardeo de mentiras y fracturas de la realidad que nace, promociona, patrocina y divulga como un virus estos grupos replicantes defensores de los autócratas. La democracia necesita defenderse y proteger lo público por que sin esto último la democracia deja de tener sentido.
El concepto lo tenían muy claro los atenienses hace ya como 2.500 años. Y de esto parece que sabían mucho más que nosotros, y nuestro papel en la historia contemporánea lo está dejando más que patente.
© Daniel Moscugat, 2025. Todos los derechos reservados.
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