Félix Ovejero, autor del magnífico ensayo «El compromiso del creador. Ética de la estética» (Galaxia Gutemberg, 2014), nos ayuda a comprender y dónde situar el verdadero arte contemporáneo. Reflexiona sobre tomar, como punto de partida, la seriedad del creador a la hora de afrontar su trabajo, su relación con el medio y su contemporaneidad, la razón de ser del arte. Bien es cierto que no todo lo que se escribe es arte lírico. Por lo que seria sensato hacer autocrítica poniendo sobre la mesa un ejemplo para comprender que no todo lenguaje escrito es poesía, y tampoco todo poema premiado por la buenaventura es lírica.
Supongamos que hemos quedado con unos amigos para jugar un partido de fútbol, o hemos adquirido un kit para sembrar tomates en un rinconcito de nuestro soleado lavadero. Practicar un deporte con nuestros amigos vistiendo la indumentaria oficial de nuestro equipo favorito, o conseguir los primeros tallos de una tomatera, no hacen de nosotros deportistas profesionales o agricultores. Para convertirnos en ellos es necesario un arduo trabajo detrás, una dedicación exclusiva y un enorme sacrificio. La autocrítica, y sobre todo afrontar ese trabajo lírico en relación con el medio y su contemporaneidad, es la razón de ser de todo autor que se precie de querer serlo, sobre todo de trabajo y esfuerzo diario.
Quizá sea este el miedo que acongoja a toda esa mafia cultural que denosta a todo el que no está protegido bajo las alas de su mediocridad académica; despreciando, en términos generales, el tsunami lírico que ha aflorado por doquier, con lecturas, presentaciones ingentes y en la mayoría de las veces empapadas de ripio intrascendente. Esto no es más que miedo a lo criticado, porque quizás no pueden controlar los fenómenos de masas o porque no entran en sus cánones estetico-técnicos. Y como buenos adalides del pensamiento único, todo lo que contradiga sus mandamientos lo condenan a vagar cuarenta años por el desierto. Esto ha sido así siempre y en todos los tramos de la historia de la literatura. No es un secreto que los miembros más relevantes de la generación del 27 no querían ver ni en pintura, y mucho menos hacerlo participe de esa grupo selecto, a un cabrero sin estudios. Las evidencias se pueden negar, reescribir u ocultar, pero el tiempo y la historia pone a cada uno en su sitio...
Gombrovicz veía que la lírica se deslizaba hacia un abismo sin fin por defectos de forma: por los ripios intrascendentemente recamados (que los sigue habiendo y en abundancia) y porque andaba controlada por individuos de semejante enjundia que describí en el párrafo anterior (se hereda ese poso como la corona de un régimen monárquico). Y es que, aunque el espejismo de esa floración anormalmente prolija y medrada en inviernos cálidos, desaparecida la tradición y sus reglas, casi en barbecho las reflexiones éticas y estéticas, la lírica necesita con urgencia una brújula, porque la obviedad que queda al alcance de cualquiera con dos dedos de frente es flagrante, y la vanidad que se respira entre bambalinas parece determinante.
La poesía anda sometida a un régimen endogámico (cuyos preceptos podrían datar del oscurantismo), que acoge premisas como la lealtad y la traición, que son determinantes fatídicos, usados con frecuencia para amedrentar a sus acólitos o cercenar las cabezas de cualquiera que pretenda siquiera militar en esa logia y disienta de los mandamientos.
Si hay algo que no pueden controlar esos claustros del verso son los lectores. Y, como dije al principio, la argamasa de la que está hecha la poesía también la perciben del mismo modo los lectores, que en última instancia son quienes llevan lo que leen a lugares de sí mismos que ni conocen ni reconocen. Eso es tan pavoroso para los obispos del verso que en ocasiones hasta envidian los ripios superventas de esos incautos que denostaron en su momento, y ahora han de aceptar a regañadientes en sus conciliábulos infames, premiándolos incluso para obtener parte del favor que les otorga sus lectores. Porque la poesía, según Aristóteles, se origina porque el hombre pretende imitar la realidad y, también, por la existencia del ritmo y de la armonía. Algo tan inasible que los caudillos de esas logias no pueden ni podrán controlar jamás, aunque destierren al ostracismo a quienes no acepten sus preceptos.
Dicho todo esto, si escribes poesía, no dejes de hacerlo, aunque lo hagas mal sin saberlo, porque alguna cátedra denoste o ridiculice tu sentido y sensibilidad. No obstante, tampoco dejes de investigar y conocer el sentido técnico del ritmo, la musicalidad, la metáfora, la imitación de la naturaleza, la transmutación de los sentidos... en el ámbito de tu contemporaneidad, porque hasta un zapatero necesita conocer la técnica y, sobre todo, la práctica, para crear zapatos. Cuanto mayor sea el fiasco, mayor es la lección.
Cuando uno decide ser poeta, se es poeta las 24 horas del día, y no solo el ratito de escribir algo bonito para compartirlo y recibir los elogios. La poesía es una droga dura, y como tal requiere mitigar su síndrome de abstinencia con dosis continuas y diarias. O como lo dijo García Lorca: «La poesía no quiere adeptos, quiere amantes». Si no eres capaz de fingir que es dolor el dolor que en verdad sientes, dedícate a otra cosa.
© Daniel Moscugat, 2025. Todos los derechos reservados.
Es maravilloso lo que has escrito. Felicidades, poeta! 🌹😍😘❤️
ResponderEliminar¡Muchas gracias! 🥰
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