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ANTONIO MONTIEL: LO INEFABLE DEL ALMA

San Juan de la Cruz afirmaba, en relación a la percepción de sus experiencias místicas, que «lo espiritual excede al sentido» y se hace inenarrable. Respecto a esto, Jorge Guillén, en Lenguaje y poesía (Alianza, 1969), detallaba sobre el sentido de la mística de aquél que «del estado inefable se salta con gallardía a la más rigurosa creación. San Juan de la Cruz tiene que inventarse un mundo, y aquellas intuiciones indecibles se objetivarán en imágenes y ritmos. Soledad sonora: sin imaginación no hay sentimiento…». Quizá sea aventurado decir por mi parte que solo quienes mantienen una relación estrecha con la mística de lo inefable, el sentir que predispone lo excelso del alma como catalizador de esa experiencia, pueden reverberar entre las manos esa energía transpondedora y darle forma de manera física, materializarla para que el resto de los mortales sintamos, al menos, la vibración sin que podamos explicarlo en modo alguno. Quizá sea por eso que me resulte tan difícil relatar las sensaciones que produce cada lienzo del artista Antonio Montiel.

Lo inefable, en cualquier caso, tiene que ver con la experiencia mística (que en modo alguno tiene por qué ser necesariamente religiosa) de percibir, contemplar y asistir con perplejidad a la existencia de lo inasible. Contemplando cualquiera de los lienzos del artista uno tiene la percepción de desmoronarse como un castillo de arena; que a pesar de haberlo construido con tesón y cuidado sobre la condescendencia del agua y el conocimiento, la brillante luz del sol, esa mácula cegadora y divina, disipa cada molécula construida sobre la razón para postergarse ante la tiranía de lo inefable del alma, que nos domina desde el primer momento para convertirnos en esclavo de su magnificencia. Ese desconocido que susurra desde la inmensidad que habita en lo perpetuo de la eternidad, inhabilita la posible razón de lo material descrito en simples trazos de pincel para capturarnos en una abstrusa experiencia mística que parece cantar, recitar si acaso, desde algún recoveco del alma. Desde los trazos más rugosos hasta los más imperceptibles, las manchas del óleo van dirigiendo la mirada hacia un camino inescrutable al ojo material.

Mallarmé declaraba que «nombrar un objeto supone eliminar las tres cuartas partes del placer que nos ofrece un poema que consiste en adivinar poco a poco; sugerirlo, este es el camino de la ensoñación». En la transfiguración de la realidad, la que superponemos en todo lo inefable y que nos resulta mucho más cómodo y práctico para vivir, habita el poema; que la inmensa mayoría cree que solo se trata de una leve y material construcción de palabras con sentido y estética y, sin embargo, tal y como lo refleja el maestro francés del simbolismo, uno de sus secretos consiste en adivinar poco a poco, en sugerir el camino de lo que uno puede ensoñar y es imposible materializar. Tras el objeto real, el retrato, la figuración, la liturgia, la pasión de Cristo..., está la ensoñación abigarrada en cada trazo de color, oculto bajo la sombra del negro, brillando con nitidez en cada blanco como la luz del sol... y sin embargo, ver cada uno de esos trapos con ojos de humano mortal, tan solo lograría contemplar simples imágenes que pasan desapercibidas con facilidad. Porque lo que trata Antonio Montiel en sus lienzos no son simples objetos materiales. Lo que brota de sus manos es la reverberación de lo excelso del alma, amasar ese mondo de manera cuidadosa y con esencia de bonhomía, y liberar esa energía transpondedora para plasmarla de manera física a través de unos simples pinceles enlodazados de pigmentos y preñados de luz.

A buen seguro, para poder convertirse en nexo de unión entre lo material y lo inefable del alma, solo puede lograrse desde un estadio inherente, que ni se aprende, ni se estudia y ni se adquiere... simplemente se es como él: un niño. La inocencia de la tierna infancia permanece impregnado en el espíritu de la poesía material de su obra, de cualquier pieza de su obra. La sonrisa juvenil que despierta en la comisura de los labios es consecuencia de una reminiscencia de la tierna infancia que va deslizándose por el tobogán de cada trazo curvo, va volando con los brazos en cruz corriendo en el patio del recreo por esas pistas de aterrizaje planeando por cada línea recta hasta tomar tierra, amagando escorzos imposibles para evitar llevarla en ese pilla-pilla por el barrio. Sin saberlo, desde el cubículo de su tierna infancia, cuando contempló por primera vez a su musa, engendró algo que a buen seguro es mucho más prolongado que su propia vida. Él lleva consigo en la mochila de su tiempo el arcano de lo sempiterno, lleva en la paleta de sus colores la trascendencia de lo eterno, tiene en su poder la tiza blanca y mágica de abrir la puerta de la eternidad y mostrárnosla en el preludio de un lienzo, aun siendo virginal y sin tacha.

Aunque San Juan de la Cruz parecía intentar el imposible de que el lector sintiese su experiencia, queriendo traducir con la herramienta limitada del lenguaje la mística infinita, lo cierto es que resulta imposible advertirlo con la simpleza del ojo material humano. Es necesario poder verlo con nitidez en la oscuridad de una noche cerrada, con la única guía del corazón, con la interpretación de la inocencia de un niño, con la excelsitud del lenguaje poético abigarrado en los tintes y colores de Antonio Montiel. Soledad sonora: sin imaginación, no hay sentimiento. Imposible ver lo inefable del alma que impregna el artista en sus trabajos si no es con los ojos del corazón.

En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
(En una noche oscura, San Juan de la Cruz.)

Para la revista cutural Garbía, número 6. 






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