Lo conocí gracias a una moneda. Un euro que se le cayó al suelo cuando iba a insertarlo en la máquina expendedora de tabaco. Tras rebotar en el suelo y retorcerse sobre su eje centelleando mil piruetas, llegó a mis pies. Una moneda que recogí a tiempo antes de que la gitanilla pedigüeña del pueblo la succionara. «Aaay, qué mal fario, payo. Vete a freír colillas, si no pudéis fumar, que sois payos renacuajos toavía », me dijo. Devolví la moneda a su legítimo dueño. Bastó un roce de su mano con la mía para intercambiar sonrisas, miradas, palabras... Éramos adolescentes. Acabábamos viéndonos a diario en un discreto banco del parque y dimos rienda suelta a las revoltosas hormonas mientras fumábamos y nos besábamos a escondidas. Quisimos sellar nuestro incipiente, incomprendido y prohibido amor tatuando, con ese euro que nos unió, un corazón que alimentamos con nuestras iniciales. Horadamos la madera de aquel rinconcito apartado del mundo para dejar constancia de nuestra eterna existencia;...
Blog personal de Daniel Moscugat. Cultura en general. Literatura en particular. Expansión creativa.